Pasadas las seis de la mañana del 15
de abril de 1961, aviones de guerra atacaban simultáneamente el
aeropuerto de Santiago de Cuba, la base aérea de San Antonio de los
Baños, las instalaciones de la Jefatura de la Fuerza Aérea y la
pista de Ciudad Libertad.
Los agresores eran bombarderos
ligeros del tipo B-26 fabricados en Estados Unidos y empleados por
la US Air Force durante la Segunda Guerra Mundial y contra Corea del
Norte.
Solo unas horas después se
confirmaba que habían despegado desde Nicaragua, y el Ministerio de
Relaciones Exteriores de Cuba mostraba al Cuerpo Diplomático
fragmentos de los proyectiles lanzados, en los cuales se podía
leer: Apso Target, US Navy, y otras inscripciones, señalando
inequívocamente a los organizadores y ejecutores de este nuevo acto
terrorista.
A la creciente relación de víctimas
cubanas del terror imperial se sumaban ahora siete nombres y más de
medio centenar de heridos, entre ellos mujeres y niños, vecinos de
los lugares atacados.
La acción poseía como objetivos,
además de provocar miedo y confusión, el de destruir en tierra la
escasa y anticuada fuerza aérea cubana, para asegurar la impunidad
de otras incursiones y dejar desprotegidas a las tropas locales al
producirse la agresión terrestre.
La inteligencia norteamericana sabía
muy bien que en esos momentos la Revolución solo contaba para su
defensa con 12 pilotos y 11 cazas de combate en condiciones de
volar.
El fuego de las baterías antiaéreas
impidió a los enemigos continuar, pues la operación tenía
previsto un segundo bombardeo de idéntica magnitud. Una de las
naves intrusas se alejó de la capital perdiendo altura y cayó al
mar, otra aterrizó tranquilamente en Miami, una tercera lo hizo en
la base naval de Cayo Hueso, y de la cuarta existían evidencias de
su caída en el Estrecho de la Florida.
A media mañana, se conocía el parte
oficial firmado por el Comandante en Jefe Fidel Castro:
"Nuestro país ha sido víctima de una criminal agresión
imperialista que viola todas las normas del derecho internacional.
Cada cubano debe ocupar el puesto que le corresponde en las unidades
militares y en los centros de trabajo sin interrumpir la
producción, ni la Campaña de Alfabetización, ni una sola obra
revolucionaria. La Patria resistirá a pie firme y serenamente
cualquier ataque enemigo, segura de la victoria."
Mientras, en la ONU, el canciller
Raúl Roa denunciaba la agresión terrorista, un piloto se
presentaba ante la prensa de Miami como un desertor de la fuerza
aérea cubana y declaraba haber descargado sus bombas sobre Ciudad
Libertad, antes de dirigirse a Estados Unidos.
El show propagandístico estaba
montado: en las alas del B-26, agujereado supuestamente por la
artillería de la Isla, aparecían las siglas FAR y la bandera
cubana.
Sin perder tiempo el embajador
estadounidense ante Naciones Unidas ripostaba las acusaciones y
mostraba fotos del avión y el piloto, para dar veracidad al cuento
inventado en las oficinas del Pentágono.
La verdad era bien diferente: el
equipo fue pintado y agujereado en Puerto Cabezas, Nicaragua, desde
donde salió directo y sin escalas para la urbe miamense. La mentira
resultó descubierta días después, cuando el presidente Kennedy
asumió la responsabilidad por los sucesos que tuvieron su epílogo
el 19 de abril, en las arenas de Playa Girón.
Esta vez el imperio fue bien lejos y
desbordó su capacidad para mentir, pues hasta el propio embajador
en la ONU, Adlai Stevenson, político respetable, dos veces candidato a
la presidencia de la nación, había sido engañado, llevándolo a
una posición ridícula ante los ojos del mundo.