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Para Coetzee el corazón es un corazón solitario
Funcionan las
cábalas del Premio Nobel de Literatura al merecerlo ayer el
novelista sudafricano
PEDRO DE LA HOZ
Las
cábalas manejadas antes de la adjudicación del Premio Nobel de
Literatura 2003 tuvieron esta vez una brújula cierta: sobre uno de
los nombres más barajados en los vaticinios, el novelista
sudafricano John Maxwell Coetzee (1940), recayó en definitiva el
codiciado, y muchas veces polémico, galardón.
Se
impuso el autor de una obra consistente y despiadada, una voz
solitaria y honesta en el concierto de la novelística
contemporánea, un escritor al que unos comparan como una especie de
Kafka finisecular y otros con la tradición conradiana.
Sin embargo, una lectura
atenta de sus principales obras revela un asidero social mucho menos
abstracto del que se presenta en el universo fabular del autor de El
proceso y una apuesta crítica impensable en el discurso
mediatizado por la filiación colonial de Joseph Conrad.
Para quien esto escribe,
el conocimiento de dos obras de Coetzee le permitió formarse una
opinión sólida acerca del carácter de una narrativa que va al
fondo de las cosas.
Esperando a los
bárbaros (1980) se convierte en una lectura inquietante por la
capacidad del escritor para sugerir las oscuras tensiones de un
sistema opresivo y asfixiante.
Escrita con una prosa
aparentemente fría y distante, en primera persona, esta es la
historia del jefe militar y político de un enclave fronterizo,
ubicado en los confines de un ficticio imperio, y de sus visiones
sobre el ejercicio del poder, el sometimiento y la anulación de las
voluntades ajenas. Detrás de la aparente intemporalidad y ubicuidad
espacial de la novela es fácil advertir una alusión al régimen
del apartheid, hecho que como veremos más adelante, suele ser
ignorado por los medios de comunicación hegemónicos en aras de
presentar a Coetzee como un autor desasido de su realidad inmediata.
Tres años después
ganó su primer premio Booker —el más publicitado galardón de
los escritores de la Mancomunidad Británica— con Vida y época
de Michael K. Quizá su título le haya valido el epíteto de
narrador kafkiano. O tal vez las circunstancias en que el
protagonista se ve inmerso en una serie de sucesos —ocupación
militar, persecuciones, vigilancia extrema— que no entiende. Pero
a diferencia de José K., este Michael K., agricultor que solo
quiere que le dejen en paz soñando con sus calabazas y viñedos, no
se rinde ni se siente aplastado, sino elude con una mezcla de
ingenio e ingenuidad los obstáculos.
Cierta crítica ha
querido enfrentar a J.M. Coetzee con Nadine Gordimer, la otra gran
sudafricana gratificada con el Nobel y activa luchadora
antiapartheid y, en general, por la justicia social. Un cable de
EFE, que si se rastrea bien saca sus opiniones del criterio
particular del redactor de una editorial española que ha publicado
parte de la obra del novelista, afirmaba que "la obra de Coetzee
(...) es de una compleljidad mucho mayor (que la de Gordimer) lo que
muchas veces lo lleva a ser menos `políticamente correcto' que
Gordimer y sus preocupaciones rebasan los límites de los problemas
sudafricanos".
Que J. M. Coetzee sea
oblicuo en su aprehensión de coordenadas políticas y sociales o
que viva, como lo ha hecho por largo tiempo, apartado de entrevistas
y consagrado a la docencia en su país, Estados Unidos y ahora en
Australia, no lo sitúa en las márgenes de la cultura humanista de
su entorno.
La Gordimer fue una de
las primeras en felicitar a su colega: "Estoy encantada, es un buen
amigo y un gran escritor. Creo que es genial". Tres años antes, en
un artículo publicado en La Jornada, de México, Carlos Fuentes
expresó: "Yo no sé si el Premio Nobel de Literatura, que ha tenido
tantos aciertos como errores, recaiga un día en J.M. Coetzee. Lo
merece sobradamente. Pero a la calidad de su obra le sobra todo
premio".
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