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Muere Kazan, conviven
los aplausos y el estigma
ROLANDO PÉREZ
BETANCOURT
Tan buen cineasta como
resbaladizo en su condición humana, murió en Nueva York a los 94
años de edad Elia Kazan.
Kazan recibe el Oscar en 1999, mientras se dejan escuchar lo mismo aplausos que abucheos.
Al ofrecer la noticia,
las agencias de noticias se ven obligadas a voltear sobre la mesa
las dos caras de la moneda de un hombre que, gracias a su calidad
artística, hizo época en el teatro y en el cine; pero también
entró por la puerta negra de la traición hace medio siglo.
El cine tiene mucho que
agradecerle a Kazan: el habernos descubierto a James Dean en la
primera cinta del malogrado actor, Al Este del paraíso,
revelar las potencialidades de Marlon Brando en el siempre fresco Un
tranvía llamado deseo y también en aquella cinta de denuncia
social y remarcado pesimismo que fue Nido de ratas;
adelantarse a revelar las manipulaciones de los medios, en especial
la televisión, con la estremecedora Un rostro en la
muchedumbre...
Allá en sus tiempos de
esplendor parecía que cuanto tocara Elia Kazan, lo mismo en el
teatro que en el cine, tenía garantizado un pasaporte a la
trascendencia. Creció intelectualmente entre pensadores de
izquierdas y él mismo fue un talento lúcido capaz de otorgarle al
cine norteamericano una visión más profunda de la vida y de la
sociedad, en tiempos en que Hollywood insistía en dominar las
pantallas con avalanchas de boberías.
Pero un día llegó el
senador McCarthy y de la noche a la mañana Kazan dejó de ser
consecuente con sus ideas. En el primer interrogatorio ante el
denominado Comité de Actividades Antiestadounidenses emitió signos
de flaquezas. "Vaya y consúltelo con la almohada", lo
aconsejaron. En el segundo encuentro se fragmentó como un vaso
caído de una barra. Nadie le pedía que se comportara como un
héroe, esa madera que no se fabrica todos los días, pero al menos
sí que tuviera un poco de dignidad y no hablara tanto y aportara
pelos y señales, incluso más de lo que se le pedía.
Habló de comunistas y
no comunistas, de viejos compañeros simpatizantes con la idea de
transformar el mundo y de otros que, aunque no conocía, él pensaba
que "podían estar y perjudicar".
La cacería de brujas de
McCarthy acabaría con la carrera de hombres tan talentosos como
Kazan: emigración; renuncias a seguir en el medio, alcoholismo,
suicidio.
Años más tarde, en su
biografía, Elia Kazan dejó asentado que no sentía remordimientos
por lo que muchos consideraban una gran traición. El desahogo era
un retrato de lo que se había convertido: "Uno siente tristeza
cuando hiere a alguien, pero yo prefiero herir un poco a otros que
causarme gran daño a mí mismo".
Cuando en 1999 la
Academia de las Artes Cinematográficas de Estados Unidos anunció
el propósito de entregarle un Oscar a Kazan por la obra de una vida
y atendiendo a que cumplía 90 años, no fueron pocas las voces que
se alzaron para expresar el desacuerdo: ¿Cómo explicarles tan
magno reconocimiento a aquellos que vieron troncharse su vida y su
carrera en el cine por culpa del soplón?
Cuando finalmente
recibió el Oscar, fue la primera vez en este tipo de ceremonia en
que parte de los asistentes se negaron a aplaudir y hasta
abuchearon.
Un estigma, el de la
traición, que siempre acompañó a ese gran director de cine que
acaba de morir.
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