
El pianista
ROLANDO PÉREZ
BETANCOURT
No
serán pocos los espectadores que una vez finalizado El pianista
se queden pensando en la línea estética seguida por el director
para contar un viejo sueño: El ghetto de Varsovia durante la
ocupación nazi, infierno del cual el niño Roman Polanski fuera
testigo, aunque nunca quiso realizar un filme a partir de una
experiencia autobiográfica. De ahí que cuando el libro del
pianista Wladyslaw Zspillman cayó en sus manos trayendo la historia
del pobre artista que pierde a su familia y se ve obligado a
esconderse en las condiciones más lamentables, Polanski se aferrara
a él como a algo que también le pertenecía.
¿Pero por qué pensar
en la línea estética del filme, posiblemente más que en el tema —el
holocausto judío— tantas veces llevado al cine?
Los que vayan a ver El
pianista, laureado en Cannes 2002, creyendo encontrarse con algo
parecido a La lista de Schindler, de Spielberg, o La vida
es bella, de Roberto Begnini, confirmarán que se trata de una
proposición diferente. Las emociones que de principio a fin
recorrían aquellas entregas están ausentes ahora y no porque el
director sea incapaz de plasmarlas, sino porque a conciencia se
propuso hacer un filme realista que a ratos, en su preciosidad
reconstructiva, recuerda un documental, apegado al libro, clásico
en la narración lineal que se impone, pero evitando transitar esa gramática
de la emoción, que aunque no escrita ha sido propugnada tanto
por el mejor como por el peor cine de Hollywood.
La historia de unos
hombres tratando de aplastar a otros bajo los presupuestos de una
pretendida superioridad racial es bien conocida y en el horror
natural que lleva implícito funciona por sí sola. El reto
artístico está entonces en ver cómo se arma una trama cien veces
contada, en esta ocasión desde perspectivas que apenas reelaboran
situaciones y descansan todo el tiempo en una fría objetividad de
los hechos (fría, aunque los hechos sean bien calientes).
Sin querer involucrar en
emociones al espectador, más bien manteniéndolo distante, Polanski
logra excelentes momentos, entre ellos ese engarce del tiempo
aniquilador que transcurre en los solitarios escondites del
pianista. Pero no escapa de pasajes alargados y hasta innecesarios,
principalmente si se tiene en cuenta que su pianista —si bien
resulta hilo conductor de la trama— no es un héroe (a la vieja
usanza) comprometido con los luchadores del ghetto, sino alguien que
vapuleado por las circunstancias se limita a subsistir.
Premiada y también
discutida, con un Oscar a la actuación de Adrien Brody por un
desempeño que invito a analizar para comprobar las limitadas (y
reiteradas) posibilidades de sus registros, El pianista de
Polanski ha sido calificada por algunos como lo mejor de su
producción.
Aunque sin dejar de
reconocerle méritos, no lo creo.
Todavía, a días de
haberla visto (¡y bien lejos de defender los moldes clásicos de la
emoción!), sigo pensando más en la línea estética escogida por
su director, que en la historia que cuenta.
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