El
mentor del colegio El Salvador, en el Cerro, cerró los ojos en un
adiós definitivo el 22 de junio de 1862. Así se fue aquel grande,
José de la Luz y Caballero, a quien José Martí llenó de elogios
y definió como "sembrador de hombres". Y Manuel Sanguily,
uno de sus muchos discípulos y defensor de su vida y obra, lo amó
profundamente. Su sepelio fue una impresionante muestra de duelo
popular.
Respetado maestro, abogó por el
aprendizaje mediante la observación y la experimentación, y
desterró de su claustro el memoricismo infértil. Fue de un
magisterio sensible y creador, y dejó la impronta de su pensamiento
cuando escribió: "Nada robustece tanto el entendimiento, como
la costumbre de no admitir más que lo demostrado".
En el pedagogo, cada paso de la vida
estuvo entrañablemente ligado a la formación de personas
íntegras, inteligentes y cultas. Supo hacer pensar quien confesara:
"…yo no hago libros, porque me falta tiempo para hacer
hombres".
Y es que quiso que los hombres fueran
activos y pensadores y a esa enseñanza, como en un sacerdocio, se
dedicó por casi cuatro decenios el cubano cuya labor educacional,
filosófica y patriótica marcó una ruta expedita e inspiradora. Se
le consideró, además, competente físico y notable filósofo,
innovador y precursor de doctrinas que después alcanzaron auge en
Europa.
Sin embargo, su mayor servicio estuvo
en el cumplimiento con la Patria. Nombrarla era tocar las fibras
más sensibles e inspiradoras de sus sentimientos, y el timbre
sonoro para convocarlo a las acciones. Ese compromiso con la Isla lo
llevó a inculcar en sus estudiantes el amor por el bien hacer, por
la honestidad, la dignidad y el decoro. Magisterio era, para él,
alta misión formadora de las nuevas generaciones.
La huella de José de la Luz y
Caballero puede apreciarse de un solo golpe: más de 200 cubanos que
fueron sus discípulos, después estuvieron combatiendo en las
guerras de 1868 y 1895. Aquel educador ejemplar apuntó: "Si
Miguel Ángel crea el Moisés, Shakespeare crea el Hamlet, el
maestro crea un hombre". Y es que, para él, el magisterio fue
más que profesión y oficio, para erigirse en nobleza
fructificadora.
Dicen que era un sembrador de verdad,
justicia y libertad en el espíritu de la juventud de su tiempo, y
dejó en las aulas el alma sensible de los forjadores, de quienes
tras de sí, caminan muchos.