Blanco espiritual

VIRGINIA ALBERDI

La exposición que el último fin de semana inauguró Minerva López en el vestíbulo de la sala Chaplin, del ICAIC, bajo los auspicios de la Fundación Ludwig de Cuba, representa un muy interesante punto de giro en su pintura.

De formación autodidacta, pero siempre bien informada acerca de los valores plásticos de la composición, la perspectiva y, sobre todo, el alcance ideotemático del ejercicio pictórico, Minerva había conseguido una aproximación sugerente a las claves de la naturaleza cubana y su espiritualidad, a medio camino entre la expresión diríase primitiva y el neofigurativismo.

Foto: JORGE LUIS GONZÁLEZEl ministro de Cultura, Abel Prieto, acompaña a la artista en un recorrido por la exposición.

Ahora vemos que se ha ido desembarazando de todo referente narrativo y simbólico para adentrarse en una especie de visión inmanente de los valores que ha ido cultivando a lo largo de su carrera.

Personalmente, no me tomó por sorpresa. Cuando le solicité su concurso para la iconografía martiana que saludó en el Memorial José Martí el aniversario 150 del natalicio del Héroe Nacional, nos entregó un Apóstol integrado a una gama de blancos texturados en el que se avizoraba un deslinde de la figuración y un viaje de suma intensidad hacia un tipo de abstracción que no abunda mucho entre nosotros.

Mientras que la escuela abstraccionista cubana, muy marcada por la experiencia norteamericana, eso sí, asimilada a nuestros cánones de color y humor, tiende a la complejidad discursiva, detrás del tejido minucioso que Minerva logra con sus variaciones sobre el blanco, una deconstrucción casi absoluta.

Si, como bien apunta la crítica IIiana Cepero, uno de los puntos de partida es el suprematismo de Malevitch, el célebre ruso que en la abstracción logró que la ausencia de color fuera un valor superlativo, Minerva López nos propone una inversión de valor: la monocromía blanquecina —y aún sus interrupciones— denota una relativización de esa jerarquía.

Ello proviene de la apropiación y aplicación de los usos de esa gama en el imaginario cubano cotidiano, que transita desde la ritualidad afrocubana (Obbatalá) hasta los términos de pureza y liviandad que le atribuimos a ese fulgor nacido de la luz que prevalece en nuestra atmósfera. Merengue cortao puede ser una obra emblemática en tal sentido: el blanco resalta en su corporeidad, iluminándonos una instancia consuetudinaria.

Por otra parte, Minerva no se ha inclinado por las soluciones fáciles. Cada trabajo —óleo sobre tela— devela una poética interna sumamente trabajada. Como si en cada superficie se jugara el todo por el todo. Y es así: materia y espíritu de cubanía nos acompañan en cada tela.

 

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