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Blanco espiritual
VIRGINIA ALBERDI
La
exposición que el último fin de semana inauguró Minerva López en
el vestíbulo de la sala Chaplin, del ICAIC, bajo los auspicios de la
Fundación Ludwig de Cuba, representa un muy interesante punto de giro
en su pintura.
De formación autodidacta,
pero siempre bien informada acerca de los valores plásticos de la
composición, la perspectiva y, sobre todo, el alcance ideotemático
del ejercicio pictórico, Minerva había conseguido una aproximación
sugerente a las claves de la naturaleza cubana y su espiritualidad, a
medio camino entre la expresión diríase primitiva y el
neofigurativismo.
El ministro de Cultura, Abel Prieto, acompaña a la artista en un recorrido por la exposición.
Ahora vemos que se ha ido
desembarazando de todo referente narrativo y simbólico para
adentrarse en una especie de visión inmanente de los valores que ha
ido cultivando a lo largo de su carrera.
Personalmente, no me tomó
por sorpresa. Cuando le solicité su concurso para la iconografía
martiana que saludó en el Memorial José Martí el aniversario 150
del natalicio del Héroe Nacional, nos entregó un Apóstol integrado
a una gama de blancos texturados en el que se avizoraba un deslinde de
la figuración y un viaje de suma intensidad hacia un tipo de
abstracción que no abunda mucho entre nosotros.
Mientras que la escuela
abstraccionista cubana, muy marcada por la experiencia norteamericana,
eso sí, asimilada a nuestros cánones de color y humor, tiende a la
complejidad discursiva, detrás del tejido minucioso que Minerva logra
con sus variaciones sobre el blanco, una deconstrucción casi
absoluta.
Si, como bien apunta la
crítica IIiana Cepero, uno de los puntos de partida es el
suprematismo de Malevitch, el célebre ruso que en la abstracción
logró que la ausencia de color fuera un valor superlativo, Minerva
López nos propone una inversión de valor: la monocromía blanquecina
—y aún sus interrupciones— denota una relativización de esa
jerarquía.
Ello proviene de la
apropiación y aplicación de los usos de esa gama en el imaginario
cubano cotidiano, que transita desde la ritualidad afrocubana
(Obbatalá) hasta los términos de pureza y liviandad que le
atribuimos a ese fulgor nacido de la luz que prevalece en nuestra
atmósfera. Merengue cortao puede ser una obra emblemática en
tal sentido: el blanco resalta en su corporeidad, iluminándonos una
instancia consuetudinaria.
Por otra parte, Minerva no
se ha inclinado por las soluciones fáciles. Cada trabajo —óleo
sobre tela— devela una poética interna sumamente trabajada. Como si
en cada superficie se jugara el todo por el todo. Y es así: materia y
espíritu de cubanía nos acompañan en cada tela.
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