En los años tumultuosos que
precedieron a la Guerra Necesaria y José Martí trabajaba en el
exilio afanosamente en la preparación y organización del Partido
Revolucionario Cubano, la pinareña Paulina Pedroso, incursionaba
por los oficios de despalilladora eventual, lectora de tabaquería,
cocinera, costurera y autora musical en Tampa, Estados Unidos.
En el humilde hogar de madera de ella
y de Ruperto, el Apóstol encontró cobijo seguro, atención
esmerada, y colaboración eficaz y leal, pues aquella mujer negra
fue insustituible amiga, decidida luchadora por la independencia de
la Patria, y figura de relieve en la unión de los hombres que
necesitaba Cuba para la nueva gesta.
Dicen quienes conocieron a Martí,
que la llamaba su madre negra. Y debió ser honda y para siempre
aquella amistad pues, al deceso de la mujer el 12 de mayo de 1913,
le colocaron sobre el pecho una bandera cubana y un retrato que el
Héroe Nacional le regalara en 1892. Al Maestro, ella le sobrevivió
con dolor, ya de regreso en la Patria.
Murió en extrema pobreza y ciega, en
una modesta vivienda de la calle habanera Corrales, y asistieron a
su sepelio figuras relevantes vinculadas a la Guerra de 1895.
Paulina Pedroso, de soltera
apellidada Hernández Hernández, dejaba en los emigrados de los
días aciagos de Tampa el dolor por su pérdida y el amor sentido
por las personas buenas. Y quedaba, también para siempre, en la
galería de las grandes mujeres que ha parido la Patria.