Asomada al balcón de la vida, ella
no tiene deudas con la ternura.
Un buen día, de sus entrañas brotó
luz, valga la osadía, augurando tiempos de ventura, iluminando
sueños, hacedora de la perpetua vigilia.
A la cuna vistió con estrellas como
garantes del hijo.
A todo corazón anda desde entonces
como velero infatigable por los mares que la vida nos presenta cada
día.
Resuelta, para atisbar a tiempo los
peligros, ser la primera en pasar el puente de las angustias
imprevistas, y perdonar viejos y nuevos pecados, sabedora, por
intuición, del amplio espectro de la esperanza y la dicha.
De los triunfos, solo prefiere el
esplendor anónimo que da lustre a la grandeza, y se conforma con el
pan y la miel del cariño merecido.
Con su amor ha hecho amparo las
riberas del alma entre la euforia y los temores controlados. Anda
con las palabras de aliento a flor de labios, y el abrazo y el beso
como mantos.
Vuelve airosa, cada día, con los
cinco sentidos renovados como argumento de la profecía, para seguir
queriendo con la alegría del que va viviendo más de la expectativa
de los nuevos logros que del relevo de las cosas idas.
No hay fragilidad posible en sus
lágrimas, ni el dolor es pedestal para el reposo infecundo. Ella es
Patria y va, como siempre, con el sol a cuestas, volviendo
posible lo imposible.
Y al partir, hecha rosas, todo viento
va dejando el testamento de sus sentimientos porque todavía vive el
alma de seguir queriendo.