Mujer de sublime vocación

No hay fragilidad posible en sus lágrimas, ni el dolor es pedestal para el reposo infecundo. Ella es Patria y va, como siempre, con el sol a cuestas, volviendo posible lo imposible

ROGER RICARDO LUIS

Asomada al balcón de la vida, ella no tiene deudas con la ternura.

Un buen día, de sus entrañas brotó luz, valga la osadía, augurando tiempos de ventura, iluminando sueños, hacedora de la perpetua vigilia.

A la cuna vistió con estrellas como garantes del hijo.

A todo corazón anda desde entonces como velero infatigable por los mares que la vida nos presenta cada día.

Resuelta, para atisbar a tiempo los peligros, ser la primera en pasar el puente de las angustias imprevistas, y perdonar viejos y nuevos pecados, sabedora, por intuición, del amplio espectro de la esperanza y la dicha.

De los triunfos, solo prefiere el esplendor anónimo que da lustre a la grandeza, y se conforma con el pan y la miel del cariño merecido.

Con su amor ha hecho amparo las riberas del alma entre la euforia y los temores controlados. Anda con las palabras de aliento a flor de labios, y el abrazo y el beso como mantos.

Vuelve airosa, cada día, con los cinco sentidos renovados como argumento de la profecía, para seguir queriendo con la alegría del que va viviendo más de la expectativa de los nuevos logros que del relevo de las cosas idas.

No hay fragilidad posible en sus lágrimas, ni el dolor es pedestal para el reposo infecundo. Ella es Patria y va, como siempre, con el sol a cuestas, volviendo posible lo imposible.

Y al partir, hecha rosas, todo viento va dejando el testamento de sus sentimientos porque todavía vive el alma de seguir queriendo.

 

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