A 130 años de la caída de Ignacio Agramonte
Para siempre Independencia o
Muerte
LUIS SUARDÍAZ
Ciento
treinta años se cumplen este domingo de la caída en combate del
Mayor General Ignacio Agramonte, acaecida el 11 de mayo de 1873 en
los campos de Jimaguayú, a unos treinta kilómetros de la capital
de la provincia camagüeyana cuyos patriotas se habían alzado en
armas contra el poder español desde el 4 de noviembre de 1868 y en
ese momento, superados los descalabros iniciales, la inexperiencia y
el desorden, libraban una campaña exitosa contra los ejércitos
coloniales.
Justamente los días 7 y
8 de aquel lluvioso mayo, El Mayor —como le llamaban sus
aguerridos soldados— había dirigido las exitosas acciones
bélicas del Fuerte Molino y El Cocal del Olimpo y, luego de un
fraterno encuentro con los infantes y jinetes del Camagüey y los
rifleros de Las Villas bajo su mando, se preparaba para una reunión
trascendental que pronto se efectuaría en territorio tunero y donde
probablemente sería propuesto para asumir la máxima jefatura de
las fuerzas mambisas.
Nacido el 23 de
diciembre de 1841 en el corazón de Puerto Príncipe, una ciudad
fundada en la segunda década del siglo XVI, Agramonte se destacó
en sus días de estudiante de Derecho en Barcelona y La Habana como
un notable orador, dirigente de círculos culturales y amante del
progreso cuyos ideales chocaban con la actitud de ricachones y
temerosos funcionarios inmersos en lo que acertadamente José Martí
llamaría el sometimiento infructuoso. Despuntaba el joven Ignacio,
junto a su esclarecido primo Eduardo Agramonte Piña —quien
caería también en combate, dos años antes que él— como un
reformador apasionado, un líder cívico, un legislador. Fue todo
eso en diversas etapas, pero si bien en los días primaverales de
1869 brilló como constituyentista en la Magna Asamblea de
Guáimaro, cuando el 26 de abril de ese año hace dejación de su
condición de representante de la República en Armas y asume la
dirección de la División de Camagüey con el grado de Mayor
General, comienza su admirable faena de soldado en cuya práctica,
como bien advirtió Martí, se fueron limando sus asperezas y se
forjó su carácter de jefe natural.
Apenas un año
desempeñó esas funciones debido a discrepancias con el presidente
Céspedes, porque los hombres que hacen la historia no tienen sangre
de estatua, como dijo el poeta argentino Oliverio Girondo, pero esas
y otras rupturas en la unidad esencial, junto a otros factores
contribuyeron al debilitamiento de la Revolución, de modo que
cuando asume de nuevo sus funciones nueve meses más tarde, la
situación era bien desfavorable para los mambises. Se pone entonces
a prueba su tenacidad, su sentido del orden, su inventiva. Aplica
severas medidas que incluyen la pena de muerte para los desertores y
traidores y hace válida la consigna que hoy también hacemos
nuestra: Que nuestro grito sea para siempre Independencia o
Muerte.
Cada hora en el
campamento mambí se emplea en el estudio de las artes de la guerra
o en la superación educacional. Su elegante uniforme de General se
ha convertido en una muda de ropa rústica y el pantalón, contaron
después sus íntimos, apenas le llega a la rodilla, pero afirma El
Mayor que sus soldados semidesnudos no son educados para
comodidades, inalcanzables en esas circunstancias, sino para la
gloria de la patria libre.
En la visita que
realizó Fidel en 1973 a la casa, recién restaurada entonces, donde
nació Agramonte, destacó que el rescate de los valores históricos
ayudaba a educar y formar a las nuevas generaciones. Y esa fue la
obra mayor del revolucionario sin tacha que ahora honramos: educar y
formar a sus subordinados, en su mayoría analfabetos o incultos, no
solo para triunfar en los duros combates sino en el establecimiento
y consolidación de una República que debía ser un ejemplo para el
mundo, la que hoy defendemos y perfeccionamos, en las difíciles
condiciones de un mundo unipolar, amenazado por los neofascistas que
ponen en peligro la existencia de la humanidad. |