Descalzo y sobre un espinoso laberinto

ANDRÉS D. ABREU

El violín que Lídice Núñez lanzó descalzo sobre el escenario de la sala García Lorca, como único estreno de la compañía Danza Contemporánea de Cuba durante su temporada 2003 en el Gran Teatro de La Habana, tuvo como mayores venturas el riesgo y la osadía de caminar sobre un espinoso laberinto y como desventura el no encontrar el mejor recorrido.

Proponerse a través de un símbolo (el violín) bordar de una manera ecléctica y polisémica un tema recurrente como el erotismo, ilustrándolo mediante citas constantes a la historia del arte y del mundo en general, le dio a la obra de Lídice un estimable valor como actitud artística.

Muy necesitada está la coreografía cubana de aventurarse en estas investigaciones complejas y asirse a un conocimiento amplio para luego, en el proceso de síntesis de imágenes y movimientos que es la danza, conformar un producto sustancioso, grande y espectacular.

Foto: RICARDO RODRÍGUEZ Yordan Mayedo como Narciso,
 luego de interpretar a Marat
y antes de convertirse en el
cisne de Leda. 

Lídice apuntó bien en sus intenciones. Sensacional premisa fue mirar lo erótico desde diferentes aristas, tiempos, espacios y filosofías, recrear esta diversidad con herencias de la cultura universal, todo mezclado y con desenfado, como se ensamblan los productos de la postmodernidad. E indudablemente, de haber logrado el hiperdifícil equilibrio de todas esas cosas, Lídice hubiese tenido en sus manos la obra mayor que aspiraba para toda una noche.

Obviando las contingencias y las carencias que impidieron la puesta en su diseño original, El violín descalzo alcanzó un número significativo de buenas figuras escénicas. La coreografía echa a rodar en la danza de los novios con eficaz teatralidad que conserva en los primeros cuadros ante la expectativa de nuevos contextos y maneras de asumir el tema.

Exaltantes resultaron la parodia de la ópera y la reconstrucción de La Muerte de Marat (pintura del neoclasicismo sobre un hecho histórico), mientras se mostraba lo excitante, lo absurdo, lo exótico y lo peligroso de algunas formas de lo erótico. Poéticamente disfrutable en las atmósferas fueron el canto del castrati, y la recreación del placer de volar de Da Vinci y un hippie. Escenas evidentemente líricas y en una cuerda que Lídice domina con oficio y que tuvieron su clímax en la versión de Leda y el cisne (pintura del renacimiento italiano). Este fragmento, el más alto de la coreografía, distó mucho en tiempo del final de la obra y no todo lo que ocurrió después de ella logró salvar la armonía del laberíntico recorrido.

El violín un tanto abandonado como objeto dejó de tejer bien y se evidenció una disociación entre los movimientos que abordaban lo erótico y los que pretendían la ilustración de períodos artísticos e históricos. Escenas como la del music hall y la del músico y su amante convertida en violín desajustaron la estructura y su dinámica, y desacomodaron con otros momentos de interesante ejecución como la danza africana. El baile de disfraces de la Corte fue una letal elección como preámbulo de un desenlace mucho más cercano a los mejores inicios del camino.

Por otra parte, la ejecución de la obra mostró la calidad y buenas condiciones de la compañía, pero dejó entredichas las premuras del estreno. Yordan Mayedo sostuvo el mayor y más llamativo peso de las interpretaciones junto a Dianko Carralero. Le acompañaron Diana Cabrera, Julio César Iglesias, Alena León, Odemis Torres y Nadieshda Valdés, así como Luisa Santiesteban, Miguel Altunaga y Michel Ávalos.

Para Lídice, a pesar de esos pesares, las gracias por atreverse a caminar descalza sobre las espinas.

 

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