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Descalzo y sobre un espinoso laberinto
ANDRÉS D. ABREU
El
violín que Lídice Núñez lanzó descalzo sobre el escenario de la
sala García Lorca, como único estreno de la compañía Danza
Contemporánea de Cuba durante su temporada 2003 en el Gran Teatro
de La Habana, tuvo como mayores venturas el riesgo y la osadía de
caminar sobre un espinoso laberinto y como desventura el no
encontrar el mejor recorrido.
Proponerse a través de
un símbolo (el violín) bordar de una manera ecléctica y
polisémica un tema recurrente como el erotismo, ilustrándolo
mediante citas constantes a la historia del arte y del mundo en
general, le dio a la obra de Lídice un estimable valor como actitud
artística.
Muy necesitada está la
coreografía cubana de aventurarse en estas investigaciones
complejas y asirse a un conocimiento amplio para luego, en el
proceso de síntesis de imágenes y movimientos que es la danza,
conformar un producto sustancioso, grande y espectacular.
Yordan Mayedo como Narciso,
luego de interpretar a Marat
y antes de convertirse en el
cisne de Leda.
Lídice apuntó bien en
sus intenciones. Sensacional premisa fue mirar lo erótico desde
diferentes aristas, tiempos, espacios y filosofías, recrear esta
diversidad con herencias de la cultura universal, todo mezclado y
con desenfado, como se ensamblan los productos de la postmodernidad.
E indudablemente, de haber logrado el hiperdifícil
equilibrio de todas esas cosas, Lídice hubiese tenido en sus manos
la obra mayor que aspiraba para toda una noche.
Obviando las
contingencias y las carencias que impidieron la puesta en su diseño
original, El violín descalzo alcanzó un número
significativo de buenas figuras escénicas. La coreografía echa a
rodar en la danza de los novios con eficaz teatralidad que conserva
en los primeros cuadros ante la expectativa de nuevos contextos y
maneras de asumir el tema.
Exaltantes resultaron la
parodia de la ópera y la reconstrucción de La Muerte de Marat
(pintura del neoclasicismo sobre un hecho histórico), mientras se
mostraba lo excitante, lo absurdo, lo exótico y lo peligroso de
algunas formas de lo erótico. Poéticamente disfrutable en las
atmósferas fueron el canto del castrati, y la recreación
del placer de volar de Da Vinci y un hippie. Escenas evidentemente
líricas y en una cuerda que Lídice domina con oficio y que
tuvieron su clímax en la versión de Leda y el cisne
(pintura del renacimiento italiano). Este fragmento, el más alto de
la coreografía, distó mucho en tiempo del final de la obra y no
todo lo que ocurrió después de ella logró salvar la armonía del
laberíntico recorrido.
El violín un tanto
abandonado como objeto dejó de tejer bien y se evidenció una
disociación entre los movimientos que abordaban lo erótico y los
que pretendían la ilustración de períodos artísticos e
históricos. Escenas como la del music hall y la del músico
y su amante convertida en violín desajustaron la estructura y su
dinámica, y desacomodaron con otros momentos de interesante
ejecución como la danza africana. El baile de disfraces de la Corte
fue una letal elección como preámbulo de un desenlace mucho más
cercano a los mejores inicios del camino.
Por otra parte, la
ejecución de la obra mostró la calidad y buenas condiciones de la
compañía, pero dejó entredichas las premuras del estreno. Yordan
Mayedo sostuvo el mayor y más llamativo peso de las
interpretaciones junto a Dianko Carralero. Le acompañaron Diana
Cabrera, Julio César Iglesias, Alena León, Odemis Torres y
Nadieshda Valdés, así como Luisa Santiesteban, Miguel Altunaga y
Michel Ávalos.
Para Lídice, a pesar de
esos pesares, las gracias por atreverse a caminar descalza sobre las
espinas. |