El autógrafo

Miguel Hernández

La ví en cada jornada en el estadio. Con una libreta escolar y un bolígrafo, detrás de los famosos. Con el mayor desenfado del mundo se les acercaba con el ruego de poder llevarse a casa una dedicatoria o cuando más, la firma de cada uno.

Pensé entonces que las competencias de la Olimpiada del Deporte Cubano dieron la oportunidad a muchos niños y niñas —y a los que no lo son—, de acercarse a las grandes estrellas del deporte cubano —y a los que lo serán en su día—, alejadas en contra de su voluntad en muchas ocasiones de este contacto infantil, por el rigor del propio alto rendimiento o por el sitio de las concentraciones en la periferia.

No descubro el Caribe, pero gracias a estas dos semanas he vuelto a reflexionar en voz alta que, al menos en nuestro principal espectáculo, el béisbol, debiera dedicarse un tiempo a los autógrafos y que los peloteros, en lugar de escabullirse por los túneles de los vestuarios, recorran los graderíos antes de saltar a la grama. 

 

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