 Hablando de ballenas No se ama lo que
no se conoce FELIX LOPEZ Durante las últimas semanas, desde el Sur del continente, Tito Rodríguez, director del Instituto Argentino de Buceo, deja
"caer" en mi buzón una serie de correos electrónicos que envía a cientos de destinatarios en todo el mundo. Y al final de cada mensaje, una sugestiva frase nos recuerda que
"no se puede defender lo que no se ama, y no se puede amar lo que no se conoce". Vivir es una fiesta.
El último e-mail, además de motivar estas líneas, terminó por llevarme tras la suerte que corren las ballenas. Con el título
"Caricias prohibidas", Tito llama la atención sobre este tema y expresa su desacuerdo con una decisión de las autoridades argentinas, en hipócrita zafarrancho ecologista, prohibiendo que un buzo pueda acariciar a una ballena. "Durante siglos, recuerda el especialista, los seres humanos hostigamos a las ballenas, reduciendo sus poblaciones mundiales a un diez por ciento de lo que eran hace cien años. Ellas, en cambio, se siguen acercando a nuestras embarcaciones, rozan a los buzos con su cuerpo y llegan hasta a jugar con ellos.
Matan la contaminación y los arpones, no las caricias de un buzo.
"Es curioso entonces que muchos países hayan creado leyes que prohiben a los seres humanos tomar contacto con estos animales. Inclusive, teniendo en cuenta un principio lógico de la naturaleza que dice que cuando dos animales, uno de 40 toneladas y el otro de 80 kilos (obviamente desarmado) toman contacto, quien podría correr peligro sería el animal más pequeño".
Según el Director del Instituto Argentino de Buceo, lo más preocupante no es solo el hecho de que políticos o funcionarios públicos promulguen este tipo de leyes, unilateralmente, sin consultar a biólogos especializados, sino que ni siquiera conocen los trabajos científicos publicados por estos acerca del tema.
Roger Payne, reconocido especialista en cetáceos, asegura que
"una ley que mantenga separada a la gente de las ballenas, privará al planeta de lo que podría resultar ser una relación de confianza y amistad mutuas entre nuestra especie y las ballenas. Una relación que podría cambiar nuestra vida en forma grandiosa e inesperada. Y, de paso, asegurar un futuro mucho mejor para estos animales".
Sin duda alguna, el reclamo de Tito evidencia que debemos replantear nuestra relación con el resto de las especies que habitan el planeta, y hacer un necesario balance de nuestras acciones. Aunque parezca increíble, luego de cazarlas, sangrarlas y casi exterminarlas, de agredir los océanos con contaminación sónica, de inundar los mares con manchas de petróleo, pesticidas y otros químicos, nos rasgamos las vestiduras y creamos leyes para protegerlas cuando un ser humano se acerca a una ballena con el simple deseo de acariciar su lomo.
DEPREDADORES IMPUNES ¿Por qué las ballenas están en peligro? Los océanos fueron, desde los orígenes de la humanidad, fuente de alimentación. Muchas comunidades costeras obtenían los alimentos y productos necesarios para su subsistencia de la pesca o la caza de mamíferos marinos (cetáceos).
Desde fines del 1800, los avances alcanzados en la navegación mejoraron las posibilidades de transformar la pesca en una gran industria. A partir de entonces, flotas de diversos países pudieron salir a los lugares más remotos del planeta en busca de los grandes cetáceos para después poder vender su carne.
Muchos creían que como los océanos son inmensos también son inagotables. Gran error. Esa actitud generó la explotación indiscriminada de diversas especies (la pesca sin control y, como consecuencia, la extinción). La invención del arpón fue el último avance que facilitó la captura de ballenas, actividad que hasta ese momento requería habilidades especiales. La caza se transformó de fuente de subsistencia en un gran negocio.
A comienzos del siglo XX (1900) ya se registraban las primeras disminuciones de poblaciones de ballenas, como la Ballena Gris del Atlántico Norte, de la que cada vez quedan menos ejemplares. Fue para proteger a estos animales de la pesca descontrolada que se creó (en 1946) la Comisión Ballenera Internacional (CBI).
Ese mismo año nació el primer santuario ballenero (un lugar para la protección de los cetáceos) que ocupaba una porción del Mar Austral, entre Sudamérica y Nueva Zelanda. Entre las medidas tomadas en la zona estuvo la de prohibir la captura de las ballenas azules. Muchos años después, en 1986, se prohibió absolutamente la caza comercial.
Los japoneses, criticados hoy por las organizaciones ecologistas internacionales, se iniciaron en esta práctica hace 70 años, especialmente en la Antártida. Como sus colegas de otros países, los balleneros de Japón comenzaron persiguiendo a las ballenas más grandes y, a medida que estas iban desapareciendo, siguieron por las más pequeñas, cazando cantidades cada vez mayores. Fue el principio del fin de las especies Gris y Franca.
En la actualidad, los pescadores nipones y noruegos capturan cada año, como promedio, entre 600 y 650 ballenas, desafiando los continuos reclamos de organismos internacionales. Aunque la cifra anterior es espeluznante, ha ido disminuyendo. Pero no por las leyes, sino por la desaparición de estos animales. Según estadísticas de Greenpeace, solo en 1960 se mataron más de 60 000 ejemplares.
Para no pocos soñadores, la suerte de las ballenas está en la industria química, que va sintetizando los productos que hasta ahora se elaboraban a partir de las ballenas. Apreciación falsa, sobre todo porque no toma en cuenta a quienes contaminan los mares o a los hombres que salen a cazarlas con la misma frialdad de las aguas donde habitan. Ellos, como advierte Tito, no pueden amarlas. Porque no las conocen.
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