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Ciudad Bolívar, metrópoli del Orinoco

ALEJO CARPENTIER

Ciudad Bolívar —la histórica Angostura del Congreso— domina el Orinoco desde lo alto de una colina de suave contorno. Luego de haber dejado atrás el modernísimo aeródromo y un barrio residencial que pudiera haberse encontrado en La Habana, el forastero penetra en el casco de la vieja ciudad, empezada a construir en 1764, que ha conservado, por suerte, su linajuda quietud. La arquitectura de las casas, con sus rejas de barrotes de madera torneada, con sus tejados y voladizos, es la de ciertas residencias coloniales de Trinidad, de Santiago de Cuba, de Pátzcuaro. A veces, sin embargo, en mansión de mayor boato obsérvase un trabajo de arabescos y ornamentos ejecutado por curiosos ebanistas en madera espesa, y que se asemeja, bajo el alar de los soportales, a las famosas rejas de ciertas casas de la Luisiana.

PABLO PILDAIN     

Vista de la Plaza Bolívar 
(Ciudad Bolívar), en la actualidad.

La catedral con su torre redonda, su larga nave cerrando un parque tropical de muy romántica estampa, adolece, arquitectónicamente hablando, de la falta de unidad propia de ciertos santuarios edificados en América en las postrimerías del siglo XVIII, pero con preferencia de ciertos elementos característicos, destinados a alimentar, en un próximo futuro, un estilo decididamente americano. (La ausencia de un gran estilo puede determinar un estilo; solo ahora comenzamos a comprender el encanto de ciertas rocallas, las gracias del rococó, la poesía evidente de los baldaquines y espejos del Segundo Imperio). Como otras tantas iglesias del continente, edificada probablemente por alarifes vascos, la de Ciudad Bolívar nos ofrece, en su nave central, esas vigueterías a la vez sabias y rústicas, con oportunos esguinces de ménsulas, que podemos hallar en los pueblos de pescadores del golfo de Vizcaya.

En la penumbra de bóvedas encaladas blande su sable el eterno San Jorge vagamente barroco, con casco empenachado, juboncillo de terciopelo y botas a media pierna, cuya indumentaria se asemeja tanto —como me lo señalaba un día Louis Jouvet en la cubana iglesia de Santa María del Rosario— a la de los trágicos que, en el siglo XVIII francés, interpretaban los grandes papeles de Racine. En el coro hay un órgano tosco, de veinte tubos montados en un bastidor de madera —evidentemente de factura americana, como otro que existió en Trinidad—, capaz de hacer caer de hinojos al reverendo padre Guillermo Furlong, docto investigador de organografía colonial. Al lado del altar mayor, en una lápida tumbal, se ostenta esta inscripción que encierra, al estado bruto, todos los elementos de una gran novela: "José A. Moedano. Segundo Obispo de Guayana, muerto en 1804. Introductor del café en Venezuela".

Luego de haber atravesado el parque, nos hallamos ahora en la sala rectangular, de crujiente piso de tablas, en la que se representó uno de los actos más extraordinarios de la historia de América. Acto extraordinario por su sentido premonitorio; por una certeza visionaria, que desafiaba el ridículo, implícito en una derrota.

Detrás de aquella mesa incómoda, con sus marqueterías embetunadas por el tiempo, se sentó Simón Bolívar cuando era, en su propia historia, lo que David, pastor de ovejas, fuera a la historia de David.

Pensad en Wagner, endeudado, solitario, perseguido, escribiendo dramas líricos destinados a un teatro que todavía no existía en Europa.

Porque cuando Simón Bolívar reúne a los delegados al Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819 aún no ha tramontado los Andes, aún no ha liberado la Nueva Granada; sus mejores jefes apenas si le obedecen; la causa republicana parece absolutamente perdida. Y sin embargo, es ese el momento que escoge aquel hombrecito nervioso, de ojos demasiado escrutadores para su medio, de frente demasiado alta para su tiempo, para convocar un congreso a orillas del Orinoco, en la antigua ciudad de Santo Tomás de Nueva Guayana, la que el barón de Humboldt conociera, diecinueve años antes, plagada de fiebres, rodeada de espantables caimanes cuyos hábitos eran conocidos por los ribereños así "como el torero ha estudiado los Hábitos del Toro".

En aquella atmósfera —entonces tan hostil— se reúne un Congreso que pretende nada menos que establecer la noble locura de un gobierno constitucional. De rostro presente perduran, en sus marcos de oro, los hombres que integraron, con toda gravedad, este Congreso que solo era entonces, un Congreso de sombras, de sombras que a veces hablaban de "la felicidad del género humano" con viejo acento enciclopedista. Nombrado presidente provisional, Bolívar armó en el acto las barcazas para atravesar el río, dejando a cargo del ejecutivo fantasmal al austero, agudo y flaco Francisco Antonio Zea. Y el 7 de agosto era la victoria de Boyacá.

Todo lo soñado con temeridad de poeta en vísperas del Congreso de Angostura estaba realizado. Detrás de esta pequeña mesa que ahora tocamos, El Libertador tuvo el privilegio único de madurar una prodigiosa campaña militar, sin dejarse arredrar por su propia audacia. Hubo horas, en esta sala, en que Bolívar vivió el futuro haciendo del presente pretérito y del molino de viento gigante real, más vulnerable a la zumbante honda de David que al Caballero de la Mancha.

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Nota: Del subtítulo La Historia de Angostura, comprendido en el artículo de Alejo Carpentier: Ciudad Bolívar, metrópoli del Orinoco, integrado en el libro "Visión de América" publicado por Letras Cubanas y la Fundación Alejo Carpentier. En esta obra se compilan diversos artículos y ensayos de Carpentier sobre Venezuela, entre ellos "La Gran Sabana: mundo de génesis". Sobre Cuba,"Cómo el negro se volvió criollo", y del Caribe "La cultura de los pueblos que habitan en las tierras del Mar Caribe", entre otros. (M.R.)

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