|
 pequeña
pantalla Falsa alarma PEDRO DE LA HOZ Si no fuera por Virgilio difícilmente el teatro cubano del siglo XX habría perdido una buena parte de su capacidad para generar el asombro a partir del tratamiento de asuntos cotidianos. Los televidentes que asistimos a la puesta en pantalla de Falsa alarma, de Virgilio Piñera, en el espacio Teatro (Cubavisión, lunes 30 de julio), así lo corroboramos. Este Virgilio, que tuvo a bien hacer acto de presencia en una temporada que ha puesto énfasis en difundir a escala masiva los valores de nuestra producción dramática vernácula, es diferente
—y a la vez, el mismo— de sus obras mayores para la escena: Electra Garrigó, irreductible cubanización del mito teatral griego que rebasa los simples términos de la parodia para definir el perfil de nuestra más auténtica identidad; Aire frío, la pieza que con mayor contención y concentrado dramatismo reflejó la frustración republicana; y Dos viejos pánicos, espacio en el que con inusual intensidad se revelan, como en un juego de crueldades y desgarramientos, las grandezas y miserias humanas. Aquí, en Falsa alarma, el Virgilio que se muestra es mucho más cercano a sus Cuentos fríos o las narraciones que fue tejiendo en los 60 y principios de los 70, agrupados luego en Una broma colosal.
Una pieza de esta naturaleza suele explicarse a partir de un presupuesto: el absurdo. Una clasificación académica nos recordaría las sombras de Ionesco y Gombrowicz en el tono y el espíritu de la obra. Pero, en honor a la verdad, si bien Virgilio era un hombre bien informado acerca de las nuevas tendencias escénicas de su tiempo
—y llegó a admirar personalmente a Gombrowicz—, el absurdo, en el caso del cubano, sirve únicamente como referente formal para iluminar, de un modo perversamente delicioso, el peso de lo intrascendente en la vida cotidiana.
Nótese cómo, a fin de cuentas, en el triángulo que se establece entre el asesino, la esposa de la víctima y el juez, el motivo del crimen va quedando en un plano cada vez más alejado del foco de la trama, y en su lugar, ocupa un espacio predominante la futilidad de la conversación, el cotilleo, o para decirlo en cubano, el cotorreo como piedra filosofal de la existencia.
La adaptación de Nohemí Cartaya, responsable también de la puesta en pantalla, tuvo en cuenta esa apuesta virgiliana por el desasimiento implícito en la más chata terrenalidad y manejó con destreza, en función de mostrar esa textura, un trabajo actoral destacado y parejo: Jorge Martínez, quizá demasiado esperpéntico, pero adecuado en su tránsito hacia la exasperación; Tamara Castellanos, incorporando el aire vodevilesco que tan bien le viene a su personaje; y Alfredo Martínez, ofreciendo notas altas en su proyección desenfadada y delirante.
Sin embargo, la puesta desaprovechó las posibilidades de la ambientación
—no hizo visible el carácter deportivo de la vista judicial y pasó por alto la importancia visual que le habría correspondido a la representación simbólica de la Justicia— y del uso del blanco y negro, explicado en la presentación de Consuelo Vidal como un tributo a los filmes de la serie negra que no se vio por parte alguna.
|