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 Lecturas Destino
e historia: novelar
ROGELIO RIVERON Si
la novela es de por sí una empresa engorrosa, más puede serlo la llamada
"novela histórica". Se trata, ni más ni menos, de recrear una época,
un suceso y, por tanto, a quienes los hicieron destacables. De autorizar a
la ficción para que indague en los recodos de lo real.
Manuel Henríquez Lagarde ha
conjugado todos estos presupuestos y lo ha hecho bien. Su novela La fuerza
del destino (editorial Letras Cubanas, 2000) sortea por añadidura el
riesgo de englobar un suceso bien conocido por sus virtuales lectores: la
voladura del acorazado Maine en el ocaso del siglo diecinueve en plena bahía
habanera.
La meticulosidad de Lagarde, su
sentido del punto de vista del autor y de los personajes, lo salva del
error historicista. Precisamente es ese uno de los peligros de las novelas
históricas: si es mayor el galanteo en ellas de lo archivable que de lo
fabular, pueden hacer el ridículo. La fuerza del destino, en cambio,
consigue desplegarse desde la estética sin traiciones al suceso del que
hizo su objetivo. La política, la farándula, la gastronomía y, en
esencia, las veleidades de un periodismo sensacionalista y despiadado nos
autorizan a reconocer, con la nitidez de la buena lectura, el convulso
momento de fines de la guerra del noventa y cinco, cuando soplaban sobre
Cuba los aires de la intervención norteamericana.
Henríquez Lagarde tiene pericia
para jugar con los destinos alternos y también para subrayar las escenas
citadinas. La oposición manigua-urbe se constituye en su novela en una
referencia impactante, gracias a precisas alusiones a los horrores de la
reconcentración que, cual puntuales leads, cortan los coloridos paisajes
de La Habana, como ajena en muchos aspectos a la guerra y ya en camino de
impregnarse del cosmopolitismo que años después se haría definitivo. La
obra atina a conformar una especie de complicidad subjetiva, de suerte que
las angustias personales —y en una novela que pase por decorosa importan
bastante los caracteres— no lleguen a ser eclipsadas por las angustias
históricas.
Según William Shakespeare, lo que
pasa es que muchas veces carecemos de ojos para ver lo que vendrá. En La
fuerza del destino, de Manuel Henríquez Lagarde, gravita, entre otras, la
idea de lo fatal—construido, o lo que es igual, de la manipulación de
las conciencias. "Facilíteme ilustraciones; yo le facilitaré la guerra",
le dice un todopoderoso mercader del periodismo a un subordinado indeciso
y la frase termina por situarnos ante la tragedia plural que se avecina
con la explosión del Maine. Todo sin olvidar esos ingredientes que hacen
la alcurnia de la novela: suspenso, intriga, hipótesis, imagen.
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