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Ernest Hemingway, un trágico del siglo XX

LUIS SUARDIAZ

Nacido en Oak Park, Chicago, el 21 de julio de 1899, Ernest Hemingway puso fin a su vida el 2 de julio de 1961 en Ketchum, Idaho, minado ya por una enfermedad irreversible.

Cuando hace unos años el recién desaparecido estupendo actor Jack Lemon nos visitó, departimos con él en los jardines de la UNEAC y el tema principal fue Hemingway y su mansión cubana. Con frecuencia visitantes de todo el mundo se interesan por las vivencias del autor de Adiós a las armas durante casi treinta años en nuestro archipiélago.

Si bien leí en Bohemia esa pequeña gran novela que es El viejo y el mar, mi padre asturiano me condujo muy pronto hacia Por quién doblan las campanas y mis amigos cuentistas me recomendaron las narraciones cortas contenidas en Los asesinos, no fue hasta los sesenta —cuando leí y auspicié la publicación de Adiós a las armas— que me enfrenté a una de sus mejores obras literarias. Por entonces también llegué a la intimidad de ese mito del siglo XX pues su casa de Finca Vigía, convertida en museo, se hallaba asignada a la dirección de Literatura del Consejo Nacional de Cultura que por entonces estaba a mi cargo.

Recuerdo la fuerte impresión que le causó a Julio Cortázar e Italo Calvino, jurados del Premio Casa de las Américas, todo el entorno y especialmente los casi 9 000 volúmenes de la biblioteca. En cambio, cuando meses más tarde invité a Lezama Lima el poeta de Muerte de Narciso no ocultó su desencanto. Pensaba encontrar ediciones príncipe del admirado amigo de Ernest, James Joyce, de Pound, Faulkner, Sandburg —a quien Hemingway recomendó para el Nobel— y Eliot.

Pero el polémico norteamericano no era un poseedor de obras maestras que no le sirvieran como materia prima para su trabajo. Desde luego que títulos prestigiosos podían hallarse, pero prevalecían descripciones de batallas aéreas, vidas de boxeadores y toreros, líderes mundiales, manuales de caza y pesca, grandes cambios históricos. El último libro de Hemingway publicado en vida fue una colección de su parcela menos conocida: la poesía, mas nunca abandonó su sentido práctico y era un buen ejemplo de la economía de medios en la literatura. Aficionado no solo a la caza y la pesca, sino también al boxeo, siempre quiso ganarle a Shakespeare por nocaut y para ello se preparó con esmero y con cierta dosis de ingenuidad.

Laurence M. Grinnell comentó la que consideraba decisiva influencia de Cuba y su gente en el creador de Islas en el golfo, Dario Puccini opinó que nuestro país fue su último escenario y su último amor, Wilkinson habla de su larga historia de amor por Cuba, y nuestros críticos e investigadores han aportado en los últimos años valiosos testimonios de sus correrías por mar y tierra, incluyendo amores tormentosos con una dama de Norteamérica, casada por demás, en sus primeros años cubanos.

Todo eso alimenta el mito. Sin duda no menos de tres promociones de autores antillanos han leído y asimilado sus mejores obras, entre las que debe destacarse su diversa y original labor periodística. Cuba fue un escenario íntimo, entrañable de Hemingway, como en su momento lo fueron París y España. Sin embargo ese defensor de nuestro proceso revolucionario, ese crítico de los errores políticos de su país, nunca dejó de ser un auténtico representante de lo mejor de la cultura norteamericana. Vivió como pocos los deslumbramientos y las contradicciones del siglo XX, y cuando ya su energía y su inteligencia se apagaban juntas, puso fin a su existencia hace cuarenta años. Desde entonces realidad y leyenda se asocian a su nombre y su vasta obra, una de las más influyentes de su tiempo, sobrevive con fuerza en este recién inaugurado siglo XXI.

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