 Más allá de una
merecida sede
ORFILIO PELAEZ
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JORGE
VALIENTE |
Hace miles de años nuestros antepasados
cortaron ramas y quemaron leña para calentarse, alumbrar la noche y ahuyentar los malos
espíritus, en un proceso que con el decursar del tiempo, abriría las puertas a la
alteración del ciclo del carbono en la Tierra.
Pero el problema real llegó con el auge de
las actividades industriales y la explotación masiva de los combustibles fósiles y otros
recursos naturales, que marcó buena parte del siglo XIX y alcanzó dimensiones
verdaderamente irracionales durante la última centuria.
Así, en su ciego y precipitado paso por el
mundo, el hombre contaminó ríos y mares, llenó de humo las ciudades, lanzó a la
atmósfera grandes volúmenes de gases destructores de la capa de Ozono, capaces de
cambiar el clima del planeta, redujo los sumideros naturales o puntos de absorción de
tales gases al deforestar vastas extensiones de bosques (en los últimos dos siglos estos
decrecieron en cuatro mil millones de hectáreas), degradó suelos y destruyó verdaderos
tesoros de la biodiversidad.
Quizás sin proponérselo, la especie humana
se convirtió en una suerte de verdugo de la salud ambiental del planeta y de su propia
superviviencia, amenazada también en nuestros días por modelos económicos que han
sumido en la más extrema pobreza a miles de millones de personas, sobre todo en el Tercer
Mundo.
En medio de tan dramático panorama mundial,
el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) otorgó a Cuba la sede del
Día Mundial del Medio Ambiente (compartida con la ciudad italiana de Turín), como justo
reconocimiento a los avances de la Mayor de las Antillas en el campo de la salud, la
justicia social, educación, equidad, cultura, protección de la biodiversidad,
reforestación, y a sus programas económicos insertos dentro de una estrategia de
desarrollo sostenible, que consolidan nuestra imagen como modelo alternativo ante los ojos
de la humanidad.
Pese a las dificultades económicas derivadas
del reforzamiento del bloqueo y la caída de la URSS y del campo socialista, y en las
circunstancias de un mundo cada vez más globalizado y complejo, Cuba exhibe un verdadero
paquete de logros ambientales, los cuales despiertan la admiración de muchos pueblos.
Nuestro país es prácticamente la única
nación en el planeta con un incremento sistemático de su cobertura de bosques en los
últimos 40 años al pasar de un 14 por ciento de su territorio poblado por árboles en
1959, hasta un 21,3 en el 2000, mantiene una reducción progresiva de las cargas
contaminantes 6,8 por ciento en ese propio año, equivalente a unas 24 000 toneladas
de desechos que ya no dañan el medio natural, poseé seis reservas de la biosfera y
enfrenta con programas integrales el rescate y mejoramiento de las principales cuencas
hidrográficas nacionales y provinciales.
A lo anterior podría añadirse el suministro
de agua potable al 95,5 por ciento de la población total, el acceso del ciento por ciento
de los ciudadanos a los servicios de atención primarios de salud, la inmunización de los
niños contra doce tipos de enfermedades, el fomento de una agricultura orgánica, la
búsqueda de fuentes renovables de energía, la sustitución de tecnologías agresivas al
medio y el celoso cumplimiento de los compromisos internacionales asumidos en materia
ambiental.
En contraste a lo sucedido en otros contextos,
en estos años de crisis el país adoptó los instrumentos legales que aseguran el
obligatorio acatamiento de las normas ambientales en el diseño y construcción de las
nuevas inversiones, mediante un exigente proceso de otorgamiento de licencias y permisos,
y más reciente, el cobro de multas por contravenciones y otras medidas para sancionar a
los infractores de tales regulaciones.
Hoy la nación tiene una estrategia bien
fundamentada en esta esfera y hay más conciencia acerca de que el actual proceso de
recuperación económica y el perfeccionamiento empresarial son inseparables del cuidado
de la naturaleza, pues es imposible que una industria sea eficiente sin proteger el medio
ambiente.
Por supuesto, aún queda mucho por hacer,
desde enfrentar y resolver problemas tan acuciantes como la alta degradación de nuestros
suelos (el 76,8 por ciento de las tierras del país clasifican en la categoría de poco o
muy poco productivas), los todavía bajos índices de supervivencia de los árboles que
plantamos y la contaminación de las aguas terrestres y marinas, hasta el insuficiente
aprovechamiento económico de los residuales industriales y domésticos, y trabajar más
con la comunidad en esta cruzada verde por la protección del entorno.
Porque como bien escribió una vez una colega,
el entorno no es el estrecho espacio que delinean las paredes de la casa o el centro
laboral. Es el aire, el agua, las calles, la tierra, en fin, es ese otro hogar común más
vulnerable, que debemos cuidar para bien de nuestros sucesores.
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