¿Dónde está el burócrata?

FELIX LOPEZ

La vida va tan de prisa que no podemos permitirnos el lujo de aceptar las emboscadas de los burócratas en nuestros caminos cotidianos. Ellos tienen un olfato peculiar para descubrir cuando nos apura un trámite, una firma o un cuño salvador. Entonces, todopoderosos, hacen gala de su (in)sensibilidad, fruncen el ceño y comienzan el peloteo, esa suerte de "deporte" con más reglas que el béisbol.

El párrafo anterior, en síntesis, encierra las esencias de una decena de cartas que —originadas por diferentes tipos de burocromanías— he recibido en las últimas semanas. En una de ellas me hablan de las demoras en un traslado telefónico... Y lo peor es que se trata de un cambio entre dos municipios vecinos de la capital.

Pueden existir justificaciones objetivas, pero cómo explicar que una solicitud para cambiar de dirección un teléfono corra la suerte de viajar en una valija de correo, de una oficina a otra, siendo ETECSA una entidad privilegiada en materia de informatización. ¿Cuánto tiempo y recursos se ahorrarían de realizar diligencias de este tipo a través del correo electrónico?

Otros lectores se refieren a la lentitud con que se realizan los traslados de la Libreta de productos alimenticios o de la cuota del gas licuado, como si se tratara de dos cosas por las que un ser humano puede esperar pacientemente; o de los trámites para una declaratoria de heredero, verdadero zafari que puede ocuparnos un año de vida entre bancos, notarías y cajas de resarcimiento.

Así las cosas, traslado se ha convertido en una palabra que da pánico. Sobran los ejemplos de simples gestiones que terminan convertidas en verdaderos ascensos, a pies descalzos, por escarpadas montañas de papeles, oficinas, sellos y certificados. En ese camino, además de gastar tiempo y dinero, ponemos a prueba nervios y presión arterial. Claro, no siempre se sobrevive.

Hay que tener un corazón de acero y una paciencia del alto del Turquino para soportar, después de una interminable cola, que una voz de robot nos diga: "La persona que puede resolver su caso no está, vuelva mañana". Y con mejor suerte: "Espere afuera, el funcionario que lo atenderá está merendando"...

Estoy seguro que cada uno puede contar su propia experiencia. El fenómeno es tan antiguo que no pudo escapar ni al diccionario. Burocracia —según la Real Academia Española, 1992— es el conjunto de funciones y trámites destinados a la ejecución de una decisión de carácter administrativa. El escritor y periodista Eduardo Galeano encontró una forma más exacta de decirlo: para cada solución, un problema.

Trabarlo todo. Esa es la filosofía del burócrata. Identificarlo es cosa fácil. Generalmente son de sangre fría, inmutables. Apasionados por la tinta, gustan de llevar varias plumas en los bolsillos y coleccionan agendas y pisapapeles. Su mejor amigo es el buró, pero tienen en los archivos a incondicionales confidentes. ¿Su máxima? Un cuño, luego existo.

Aunque en menor medida, existe la contrapartida de este personaje. Funcionarios que encuentran la manera de simplificar trámites y eliminar eslabones innecesarios; además de hacernos la vida feliz al actuar con amabilidad, respeto, dinamismo y presteza.

Sería de tontos pensar que la burocracia puede abolirse por decreto o decisiones institucionales. Perdura porque se alimenta de quienes permiten la cola absurda, el "peloteo" ilógico, la prepotencia del que se sabe con un cuño en la mano... El mejor antídoto está en enfrentarla con energía y talento, porque el burócrata es como un monstruo frágil que se alimenta de la falta de constancia de los que pelean contra ella.

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