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 pequeña pantalla
El elegido del tiempo
PEDRO DE LA HOZ
En uno de los tantos cuentos memorables de
Julio Cortázar, el protagonista, que vive un día cualquiera de su vida, sufre un
accidente, y al ser sometido a una operación de urgencia, comienza a desplazarse en el
tiempo, de tal manera que al final, lo que parece un sueño, su percepción de la piedra
de sacrificio en la noche perdida de Teotihuacán, se convierte en realidad. Y es entonces
un hombre de la edad remota quien sueña con su futuro en una ciudad extraña, en la que
sufre un accidente un día cualquiera de esa otra vida.
Traigo a colación el extraordinario relato
del gran narrador argentino porque el tema del paso de una a otra dimensión temporal
siempre me ha parecido fascinante... aunque no siempre se traduzca en arte. Los mundos
paralelos que han motivado la especulación de los seres humanos desde los tiempos de
Giordano Bruno hasta la ruda fantasía de The Matrix, nos ha puesto a jugar con la
metafísica del deseo de ver nuestro reverso, de coexistir con esa otra parte de nosotros
que supuestamente se instala en la cáscara cóncava del tiempo, la que transcurre al
margen de lo que somos. Pero, repito, la formulación puede ser interesante e ingeniosa
tema de la filosofía o de la ciencia pero necesita drama, pasión, poesía
para trascender en el arte.
Justamente la carencia de tales ingredientes
es la que ha faltado en la cocción de la serie El elegido del tiempo, que acaba de ser
transmitida por Tele Rebelde en el espacio Aventuras y que tanta controversia ha originado
en una audiencia que llegó a preferir increíble pero cierto la competencia
de Spelbinder (martes y jueves), un producto carente de conflictividad y estéticamente
desvaído, ante la muralla de la incomunicación insalvable en la opción cubana.
El elegido... se movió en los
términos de la llamada fantaciencia, pero sin la eficacia requerida. La historia que nos
trató de contar (y de actuar) Cristina Rebull hizo agua por tres bocas: el
desconocimiento de las reglas del género, la desconsideración hacia el auditorio
preferencial y la indefinición dramática.
La experimentación, la transgresión, la
innovación no solo son válidas sino necesarias, pero para experimentar, transgredir e
innovar hay que conocer primero las convenciones, tomar un punto de partida y nunca dar un
salto al vacío, como sucedió en esta serie de aventuras.
El género exige una compensación de acción
y búsqueda, un balance sumamente perceptible entre la dinámica de los hechos y la
caracterización de los héroes y ese equilibrio se alteró por muy serias perturbaciones
que desorientaron hasta al más lúcido degustador de la fantaciencia.
Ciertamente no hay por qué insistir en el
maniqueísmo como regla de oro para definir el contenido dramático de una serie juvenil
la clásica división de buenos y malos pero la complejidad de los caracteres
y de las acciones no pueden desembocar en la evidente crisis de identidad de los
personajes protagónicos.
Si Shiralad hace algunos años había sido un
intento serio por abordar la especulación fantástica en función de un público
adolescente (y de toda la familia, pues Aventuras, más que cualquier otro, es un espacio
para todas las edades). El elegido del tiempo marcó un retroceso, al que no escapó el
esfuerzo de su director, Julio Cordero, por articular una imaginativa escenografía y una
desbordante fotografía que, en este caso, no hicieron más que hacer brillante la nada.
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