Mi vecino Vila tiene casi 80 años, pero ayer veníamos juntos del mercado y me traía a remolque. Resultado de la herencia, me dijo. Saqué el paso largo de mi viejo quien, durante años, salía caminando de Encrucijada, pueblo tras pueblo, siguiendo la línea norte, para hallar trabajo donde hubiera: una mañana por aquí, dos días allá, a veces recibiendo por pago tan solo la comida. Así eran las condiciones en aquellos tiempos.
Un estudio realizado por la Agrupación Católica Universitaria en 1957, mostraba que los trabajadores agrícolas y sus familias eran el 34 % de la población cubana; pero la mitad de las mejores tierras estaban en manos de compañías extranjeras, mientras el 1,5 % de los propietarios poseía el 46 % del área nacional de fincas. Semejante desigualdad generaba espantosas condiciones de vida en el campo.
Según el citado estudio, solo el 4 % de los entrevistados mencionó la carne como alimento habitual; el 3,4 % el pan, y menos del 1 % el pescado.
Los huevos eran consumidos por el 2,1 %, y tomaba leche el 11,2 %. No es de extrañar entonces que la talla promedio del trabajador agrícola fuera de cinco pies y cuatro pulgadas, y se reportara un 91 % de desnutrición.
Ante ese panorama, el recién estrenado Gobierno Revolucionario promulgó en 1959 la primera Ley de Reforma Agraria, y en 1963 la Segunda, las cuales beneficiaron a más de 100 000 familias. Mejoró mucho la situación del campesino, pero no lo suficiente. Cierto que por primera vez sus hijos podían asistir a las universidades o las escuelas técnicas, y procurarse un mejor futuro; pero yo, que nací y crecí en el campo, sé que la vida seguía siendo difícil: sin electricidad, por caminos infernales; lejos de los servicios de salud, educación y otros.
Por lo común, aquellos jóvenes graduados no volvían al lugar que los vio nacer. Luego, llegó la cooperativización de la tierra. En retrospectiva cualquiera es profeta, y se permite decir que esa política fue un error. Era, sin embargo, la adecuada para aquel particular momento histórico.
Según se dice, hay quien solo ha visto el campo por fotografía. Imaginen una extensa sitiería, donde cada casa está a 300 o 400 metros de la otra, en tiempos donde no existían paneles solares. ¿Cómo garantizar electricidad a esos hogares, y un adecuado acceso a los servicios?
Un tractor ara una hectárea en hora y media. Así, cualquier finca promedio cubana puede ser labrada enteramente en menos de una semana: no sería lógico entonces dotar de un tractor a cada campesino. Para optimizar el uso de los recursos, aumentar la productividad del trabajo y mejorar las condiciones de vida, se hacía necesaria la creación de cooperativas.
Son las contradicciones que hemos vivido. Eliminar el desempleo terminó con la angustia de aquellos caminantes, como el padre de mi vecino Vila, pero hoy no contamos con esa fuerza para los picos de cosecha en el café, en la caña.
Procurar una vida digna para los trabajadores agrícolas ha posibilitado tener miles de ingenieros, licenciados y científicos de origen campesino, que luego no regresaron a cultivar la tierra. Democratizar el acceso a los alimentos, y aumentar significativamente su consumo, ejerce dura presión sobre la producción agropecuaria nacional. ¿Habría que arrepentirse de eso? Obviamente, no.
Pero tampoco puede haber conformidad. Ciertamente, la emigración del campo hacia zonas urbanas no es un fenómeno exclusivo nuestro, y ni siquiera de esta época: solo preguntémonos por qué los humanos terminamos creando las ciudades. Pero también es cierto que hoy, en Cuba, los habitantes rurales representan apenas el 23 % de la población, mientras son cada vez más caros los alimentos importados.
Urge entonces pensar y llevar a cabo acciones que contribuyan a explotar tierras ociosas, aumentar la productividad, y estimular el regreso a los campos. En lograr mayores niveles de producción, sin generar desigualdades, nos va la vida.
COMENTAR
Responder comentario