¿Qué tan triste y lúgubre habrá lucido la ciudad de La Habana aquel 27 de noviembre de 1871, cuando se firmó la sentencia de los ocho jóvenes estudiantes de Medicina?
Todos casi niños, entre 16 y 21 años; todos patriotas, pero no culpables de los graves delitos que se les adjudicaron. Muchas veces se ha narrado este episodio, y vale la pena repetirlo; porque, a 154 años de distancia, la huella de aquellos jóvenes inocentes se mantiene indeleble.
Días antes del suceso, un grupo de estudiantes de primer año de Medicina aguardaba a su profesor de Anatomía en el anfiteatro del antiguo Asilo de San Dionisio, contiguo al Cementerio de Espada. Para desgracia de los alumnos, el catedrático no llegaría a tiempo.
Ante la demora, decidieron asistir a las prácticas de disección. Algunos entraron en el cementerio y recorrieron sus terrenos, lo cual no constituía una prohibición. Anacleto Bermúdez, Ángel Laborde, José de Marcos y Medina, y Juan Pascual Rodríguez dieron vueltas, subidos al carro destinado a transportar los cadáveres. Aquel acto baladí sería su sentencia de muerte.
Entre ellos, un niño de 16 años que tomó una rosa del jardín del cementerio. Una flor –tan solo una flor– le costó la vida a Alonso Álvarez de la Campa. Desde ese instante, el destino de aquellos cinco estudiantes quedó sellado. ¿La acusación?: haber rayado el nicho de Gonzalo de Castañón, en vida predicador del exterminio de los cubanos, al servicio de la Corona española. Evidencias probaban que esas rayas databan de mucho antes. ¿Acaso era su existencia motivo suficiente para derramar sangre inocente?
Los otros tres fueron escogidos al azar: Eladio González y Toledo, Carlos Augusto de la Torre y Carlos Verdugo, quien ni siquiera se encontraba en La Habana cuando ocurrieron los hechos.
Clamó el cielo por sus vidas, tronchadas en plena juventud. Morían, en tanto, sus madres de dolor y sus padres de impotencia. A los ocho, se sumó la sangre abakuá de cinco valientes hombres que intentaron rescatar a los estudiantes, y ellos también tenían una familia.
Sonó al fin una descarga de fusilería, se repitió tres veces, era el 27 de noviembre, a las cuatro y veinte minutos de la tarde. «¡Dolor tremendo, inconcebible dolor, oprimió nuestros corazones!». Era el dolor de la Patria, que hoy recuerda el temor humano de aquellos jóvenes cuando momentos antes de su muerte seguían sin entender por qué se les acusaba.



















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