ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
«El reto no es haberlo abierto, sino sostenerlo en el tiempo», dice Pedro Garcés Escalona. Foto: Ricardo López Hevia

Hace más de tres décadas, cuando estudiaba Ingeniería Económica en algún edificio de Ucrania, Luis Fernández Valdés poco pensaba en lo que traerían 82 años de existencia. De todos modos, quién por esos tiempos iba a ser tan predictivo como para invertir en artefactos que, con el pasar de las águilas por el mar, adquirieran el valor que hoy atañen ciertas cosas.

Cuando jubilarse no era opción, llegó una isquemia cerebral que lo obligó a cambiar salario por chequera, a no tener más motivo para levantarse temprano que aquella costumbre de la que pocos se libran. Luego murió su esposa, y la hija, que ahora tiene 64 años, se resignó a no salir a la calle por eso de que «siempre andaban juntas para dondequiera, en el barrio les decían las jimaguas».

Hace unos dos años, cerraron la Casa de Abuelos a la que Luis asistía. Según recuerda, quedaba en calle 11, entre a y b, en Plaza de la Revolución, en La Habana. Allí sembró unos cuantos metros de tierra, dio clases de taichí, recibió almuerzo, comida y hasta merienda.

Con la clausura, él y el resto fueron ubicados en otras Casas de Abuelos, pero, como la suya quedaba muy lejos, lo remitieron a un comedor del Sistema de Atención a la Familia (SAF), con tal de que no perdiera apoyo alimentario. Sin embargo, aquel lugar también cerró. Y no hubo remedio para los más de dos kilómetros diarios a otro SAF. Hasta hace unos días.

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El administrador, Raidel Sierra Izaguirre, es un tipo de esos que cae bien a todo el mundo. En la mirada se le ve lo bueno que carga. La primera vez que vine, a las 2:40 p.m. de un miércoles, fue él quien me explicó cómo funciona este lugarcito de la calle j, en el consejo popular La Rampa.

Me habló del censo que están realizando, de conjunto con el trabajador social y algunas instituciones, para dar con todas las personas que necesiten asistencia de este tipo; también, de que es el Ministerio del Comercio Interior (Mincin) el que debe enviar los alimentos, pero que la mayoría de los que tienen en el menú proviene de donaciones efectuadas por cuentapropistas u otros actores privados. Ayer, la leche del desayuno fue enviada por uno de ellos, lo mismo que el helado hoy.

En la pizarra, las donaciones en lugar de precio tienen un guion. Durante todo el día, los únicos alimentos que recibirán los asistenciados por parte del Mincin son el arroz y las croquetas. El resto –vianda, ensalada y jugo– viene de manos del barrio, del propio consejo popular. No pudo haber mejor nombre para este sitio que El Rampeño.

Se construyó gracias al apoyo de toda esa gente. Desde el cemento hasta las sillas. Por eso, Pedro Garcés Escalona, presidente del consejo popular, siempre recalca que «aquí no hay un centavo del Presupuesto del Estado», que debemos lograr «una mirada distinta de los actores no estatales hacia las comunidades», una mirada de aliento.

A todas esas, este SAF constituye una porción de escuela. Con la migración y la baja natalidad, las matrículas van en decadencia, y lo que antes era un comedor gigante ahora alcanza para dos con distinto fin. Pero, de todas formas, hubo que hacer arreglos, levantar alguna que otra pared, y pintar.

Dice Pedro que «el reto no es haberlo abierto, sino sostenerlo en el tiempo». Y cuánta razón tiene. En los cuatro días que van, él ya se ha recorrido todo el Consejo en busca de contribuciones, y no pretende quitarle el pie a esto, porque «no sé si es que ya estoy enamorado, pero yo lo veo bonito».

Piensa colocar algún techo en la parte delantera del local, para dar sombra a las mesas que ya existen; y lograr que los asistenciados hagan de este espacio otro hogar, uno en el que no pasen a recoger la comida en un pozuelo, sino a sentarse a la mesa como en los buenos restaurantes y luego conversar, convivir, como en los buenos círculos sociales. «Cuando yo sea viejo, querré que me atiendan en un lugar así», dice.

En un rato, irá a buscar una pequeña donación de aceite, porque ya no queda. Mientras tanto, el almacenero va al agro a recoger unas viandas y Raidel, el administrador, anda con el traje blanco, de no sé cuántos botones, preparando la comida, porque «el cocinero enfermó».

Una señora que no conozco se acerca y me dice: «Te vi en la inauguración, pero no te había visto más».

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Corre el cuarto día de apertura. La pizarra está dividida en dos zonas: de un lado, el menú del almuerzo y la comida, con precios que no sobrepasaban los 20 pesos o que ni siquiera tienen; del otro, una oferta de panes con embutidos rondando los cien, como indicación del Ministerio del Comercio Interior (Mincin), para solventar la pérdida que conlleva vender productos a precios extremadamente distantes de su costo de producción.

Sentada en el comedor, Yolanda Braojos Catoira me mira desde sus ojos pequeños tras las arrugas. Vive en una casa de más años que ella y el doble de achaques, junto a una nieta que ahora está en Oriente. Es otra de esas tantas personas asistenciadas que, como Luis, recorría unos cuantos kilómetros diarios, a pleno sol, con tal de tener algo para echarse a la boca.

Cuenta que en el SAF al que asistía –dentro del mismo municipio– «la comida era malísima, no le echaban ni sal, ni aceite». Pero «aquí sí es verdad que, hasta el momento», las cosas son como deberían ser en los demás sitios de igual objeto social. Tan urgente que es eso de «diversificar ofertas» para contribuir a la sustentabilidad/sostenibilidad de proyectos de este tipo. Una medida así no debería usarse solo como margen de error, sino para dar con ganancias que se empleen en la compra de los propios alimentos o en simples mejoras infraestructurales.

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Hoy la doctora no vino, y dice Pedro que «cosas como esa no pueden suceder». Todos los días debe realizarse un control médico, porque algunos de los asistenciados padecen hipertensión, diabetes y demás enfermedades de esas que llegan cuando el cuerpo ha luchado bastante. Además, la gimnasia matutina es algo que ya esperan, por eso «la señora que no conozco» está sentada en una de las sillas de afuera.

Al rato me preguntará por qué no quiero entrevistarla a ella y le soltaré un «cómo que no», en lo que echo a andar la grabadora. Dirá, de parte de Dios, que todos los niños y jóvenes somos como gotas de rocío. Dirá, de parte suya, que la gente «les hace caso a los cuerdos, pero a los que están enajenados mentalmente no» y que, aunque ella esté vieja, salió en el televisor bailando con La Colmenita el día de la inauguración.

En eso, alguien llegará buscándome…

–¿Y vas a dejar tu trabajo incompleto?

El Rampeño ofrece alimentos a más de 25 personas. Foto: Ricardo López Hevia
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