Nació ayer y se llama Matías, me comenta Vanessa. Dice que le gustaba el nombre y, desde que salió embarazada, decidió que su primer hijo sería llamado así.
Yo también espero uno, pero aún no decidimos su nombre, le respondo.
Ella se sonríe. Tiene 19 años. Es menuda y trigueña. Ignora a la enfermera, que le insiste para que se deje fotografiar por el «periódico». Yo también la ignoro un poco. En realidad no sé bien cómo moverme, qué decir, qué no.
Es una sala de hospital llena de mujeres que recién dan a luz. La presencia de un hombre que no lleve bata blanca debe ser, como mínimo, incómoda.
–¿Cómo viviste desde aquí los días del ciclón?
–Mal –responde algo seca, sin bajar la cabeza.
Con 34 semanas de embarazo, Vanessa vino para la ciudad de Guantánamo. Un apagón nacional y un huracán no estaban en los planes. En los planes solo estaba el niño. No era poco.
Oscar azotó desde la noche del domingo y hasta el miércoles ella no supo nada de su familia. Ese día su esposo la llamó de un teléfono fijo en San Antonio del Sur y le contó un poco.
Así conoció que sus padres estaban dentro de la casa cuando empezó la inundación, que casi mueren, que un vecino les salvó la vida.
La conversación sobria, marcada por el entorno verduzco de la sala y la sencillez casi penosa pero firme de Vanessa, es interrumpida por dos extraños.
Se trata de una pareja joven. Sin muchos rodeos, la muchacha se coloca frente a Vanessa, que está sentada en la cama. Le da unos biberones y unas telas.
Tampoco permiten que la enfermera hable de fotos. El muchacho le indica que es de corazón, no de ruidos. Ellos también tuvieron un bebé.
–¿Cuando Matías crezca, cómo le hablarás de este momento? –le pregunto cuando se van.
–No lo sé.
Por ahora, el mundo de Matías es este, uno en el que nadie quiere ser fotografiado y en el que la circunstancia difícil lleva a hablar pausado y bajo.
Cuando regresen a San Antonio del Sur, la vida será muy distinta a seis semanas atrás. Determinadas cosas ya no estarán: algún arbusto de rosas habrá muerto, los colores probablemente hayan cambiado sus tonos, aquella roca sobre la montaña nunca volverá a su sitio de años. Son certezas un poco definitivas.
Matías también será parte de lo nuevo y de lo definitivo. Su vida se levantará de cero en un lugar que también tendrá que reinventarse y ser otro, presumiblemente, deseablemente... mejor.
La piedra nueva que hace varios días dejó el río en un jardín, será lanzada por Matías contra un fruto del árbol que hoy se siembra y en esta calle, todavía sucia, mañana nueva, tal vez tropiece y le sangre la rodilla.
Quizá su madre tenga que correr a consolarlo, lo abrace y le susurre: «Llora en mí, hijo mío, llora. Hubo un tiempo en que yo también lo hice y, ‘‘espantada de todo, me refugié en ti’’».
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