Lo desando calle por calle, plaza por plaza y –entre «fiñes» que patinan, jóvenes que ríen quién sabe de qué, o se pierden completamente dentro del vientre de un moderno celular, revendedores que pregonan, parejas que se arrullan con revuelo de palomas, ancianos que conversan junto a la misma reja de ventana colonial en la cual «hace una eternidad» conquistaron a la hoy abuela de nietos comunes– Sancti Spíritus se me antoja los 24 fotogramas de un cinematográfico segundo, multiplicado millones de veces en el tiempo.
¿Será que nada o muy poco ha cambiado hacia el interior de su noble gente en medio de tanta «modernidad cambiante»? Tal vez por ahí ande el misterioso embrujo que mantienen como mejillas de jovencita las facciones urbanas, arquitectónicas, de una ciudad que en unas semanas completará los 510 años de su fundación, como si apenas se dispusiera a cumplir dentro sus primeros 15 añitos.
Recorro los mismos sitios de mi adolescencia y no me alcanzaría el espacio para escribir de lo que nadie puede evitar: la majestuosidad de la Parroquial Mayor, con sus leyendas asociadas a túneles y secretos pasadizos de interconexión religiosa; o el impresionante puente de arcadas sobre el río Yayabo, único de su tipo en Cuba, cuyo envidiable estado de conservación se le ha atribuido desde antaño a la no menos legendaria hipótesis popular de que fue construido con mortero de cal y arena, leche de vaca o de burra y sangre de toro.
Imposible ignorar al Palacio de Valle, hoy Museo de Arte Colonial; el majestuoso edificio de la Colonia Española; la otrora Sociedad El Progreso, sede ahora de la Biblioteca Provincial Rubén Martínez Villena; calles empedradas al gusto y estilo coloniales, como también los rojizos techos de teja, fachadas de viviendas o los grandes ventanales y otros elementos decisivos para declarar Monumento Nacional al centro histórico, el 10 de octubre de 1978.
Ojalá hoy las condiciones económicas y financieras fuesen un poquito, apenas un poquito más favorables, para ver –nadie lo dude– cuánto más estuviera haciendo Sancti Spíritus por estos días, como merecidísimo obsequio a sus primeros 510 calendarios.
Aun así, autoridades gubernamentales y políticas de municipio y provincia no autolimitan su empeño por dejar la huella que tanto merecen los espirituanos en todos los lugares donde sea posible, incluyendo unas 89 tarjas y monumentos.
Por ello a nadie debe inquietar que, con pocos recursos, pero desbordada pasión, el programa por la efeméride haya concebido un muy útil Salón de Convenciones, en pleno bulevar, apto para trascender fronteras; la reparación o mejoramiento de inmuebles como el que acoge al Café Central, el legendario Edificio Rubí, la tienda Quinto Siglo y otras instalaciones que atesoran historia, generan sano orgullo, acentúan sentido de pertenencia.
No hablo de quienes conformaron el programa, controlan cada detalle de él o lo ejecutan a limpio sudor. Pienso en quienes han sedimentado el riquísimo acervo de un pueblo –sumatoria de generaciones y de familias– que vibra cuando el más joven retoño egresa de medicina o de ingeniería nuclear, sin olvidar ni subestimar la mano que lleva siglos tejiendo guano, modelando barro, robusteciendo tonadas, dándole vida al rodeo a puro lomo de toro, poniéndole el punto exacto a la canchánchara (bebida mambisa), salvando tríos, danzas, tradiciones o reconociendo cuán fresca es una camiseta pero, caramba, qué elegante esa guayabera parida por la yayabera tierra espirituana.
Cinco siglos y diez años se cumplen una sola vez en la vida. Sancti Spíritus los está coronando con la particularidad de ser la única villa colonial cubana con un nombre en latín y una de las mejor conservadas, como también Trinidad, fundada meses antes, igualmente por el adelantado colonizador Diego Velázquez de Cuéllar.
Por eso, mientras ando y desando mi, tu, nuestro Sancti Spíritus, pequeñas mariposas revolotean dentro de mi abdomen al mirar vetustas edificaciones que asombran a visitantes procedentes incluso de ciudades mucho más antiguas.
Aun así, siempre me quedaré con las palomas que, hasta sin saberlo, lleva todo buen espirituano volando en el infinito espacio de su pecho, razón incuestionable para conservar tantos valores de todo tipo.
Y me quedo con ese Gloria a ti, eslogan del aniversario 510, que puede trepar y posarse, sin dificultad alguna, en lo más alto de la Iglesia Mayor o acomodarse, a su hermoso antojo, en la caja toráxica de quienes habitan la siempre hospitalaria Villa del Espíritu Santo.



















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