Fue José Martí un trabajador incansable. Lo fue en oficinas, en la docencia, en el ejercicio del periodismo –incluso, muchas veces sin recibir paga alguna–, como en el club obrero La Liga, de Nueva York.
Desde su condición de trabajador y su origen humilde, tuvo un alto aprecio por los pobres, que mantenían viva la causa de la independencia patria, mientras que la mayoría de los acaudalados la abandonaban.
No es casual el hecho de que, aunque residía en Nueva York, se propuso, y lo logró, que los documentos rectores del Partido Revolucionario Cubano nacieran en Tampa y Cayo Hueso, donde eran más numerosos sus compatriotas obreros y emigrados como él.
A ellos dijo el 26 de noviembre de 1891, en Tampa, en su discurso Con todos y para el bien de todos, en respuesta a quienes buscaban desacreditar a la revolución y sus fuerzas: «¡Esta es la turba obrera, el arca de nuestra alianza, el tahalí, bordado de mano de mujer, donde se ha guardado la espada de Cuba, el arenal redentor donde se edifica, y se perdona, y se prevé y se ama!».
Ese mismo año resumió, en el ensayo Nuestra América, el cometido que lo guio durante toda su existencia: «Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores»; idea que daba continuidad a lo que ya había expresado en su Lectura de Steck Hall, del 24 de enero de 1880, cuando proclamó: «Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones».
Ese apego de Martí por los más humildes, y por la clase trabajadora, lo distinguió toda su vida.
En sus Cuadernos de Apuntes, en 1881, señaló con franqueza: «El trabajo me engolosina. El trabajo me pone alas. A otros embriaga el vino; a mí, el exceso de trabajo», idea reafirmada en la carta que dirigió a Serafín Bello, en la que le comentó que «el obrero no es un ser inferior ni se ha de tender a tenerlo en corrales y gobernarlo con la pica, sino en abrirle, de hermano a hermano, las consideraciones y derechos que aseguran en los pueblos la paz y la felicidad».
Su idea de que, con el trabajo honrado, jamás se acumulan esas fortunas insolentes, tiene una actualidad inmensa, y subraya el valor del fruto salido de las manos, cuando este se obtiene de forma honesta.
«El trabajo embellece. El trabajo disciplina. El trabajo nutre, la pereza encoleriza y enloquece. El trabajo rehace en el alma las raíces que le arranca la muerte. El trabajo es piadoso», dijo con razón el Héroe de Dos Ríos.
En un contexto tan difícil y complejo como el que viven los cubanos, conviene recordar lo que expresó el Maestro respecto al trabajo, al que calificó como la única fuente posible de riquezas, y que solo a base de esfuerzos se consigue el mérito de lo labrado. «Nadie tiene derecho a lo que no trabaja», señaló nuestro Héroe Nacional.
Según el Apóstol, dos condiciones esenciales han de tener el hombre y la mujer verdaderos: trabajar para sí mismos, y decir sin miedo lo que piensan, a lo cual adicionó que el trabajo hace al ser humano, lo disciplina, lo embellece, lo alimenta, lo desarrolla; el trabajo cría justicia; es en los talleres donde los pueblos se maduran y se aseguran, donde aprenden el hábito y los métodos de crear. «…el que llevó las estrellas de la guerra no es general de veras hasta que con sus propias manos no se ponga en el hombro las estrellas del trabajo», escribió.
Invariable en esas ideas, Martí consideró que la sociedad no debe permitir en su seno gente ociosa, parásitos que, siendo aptos para realizar una labor socialmente útil, pretenden vivir a costa del esfuerzo de los demás; por eso sostiene que nadie debe gozar de un beneficio, cuyo precio no haya pagado: «Es inútil, y generalmente dañino el hombre que goza del bienestar de lo que no ha sido creador»; por lo cual cada quien debe vivir de su sudor, o no vivir.
Tales preceptos le vienen a Martí de la educación recibida de sus padres y de su maestro Rafael María de Mendive; además de los vínculos con los que él llamó «los pobres de la tierra», durante largos años de peregrinar por varias naciones de Europa y de América.
Siendo aún un niño, ante la injusticia del negro ahorcado, se proclamó vengador: «y al pie del muerto juró lavar con su vida el crimen».
A los 22 años, sin haber estudiado todavía los problemas sociales, se sintió obligado a solidarizarse con las justas demandas de los artesanos, que es como en esa época solían llamarse muchas veces a los obreros; y también al análisis más profundo de lo ocurrido en Chicago, en 1886, lo cual terminó con el asesinato de varios obreros, origen de la significación mundial del 1ro. de Mayo.
La inserción de Martí en la sociedad estadounidense durante 15 años, le dio una nueva visión del problema social. Y es en ese «norte revuelto y brutal» donde se vincula definitivamente con el proletariado cubano, a través de la emigración revolucionaria.
Ese encuentro permanente con los obreros, a los que calificó como «el sostén constante y fecundo» en la Guerra de los Diez Años, es lo que le hace comprender lo que esta clase significa para la causa patriótica.
Es muy probable que nuestro José Julián tuviera en cuenta todo ese conjunto de ideas, sentimientos, sacrificios, impulsos y acciones ejemplares de esos humildes servidores de la patria, para elaborar una definición tan lúcida como esta: ¡República es el pueblo que tiene a la derecha la chaveta del trabajador, y a la izquierda el rifle de la libertad!».
Hoy, jornada de una nueva celebración por el Día Internacional de los Trabajadores, vale la pena pensar en José Martí, y poner en práctica sus preceptos.
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