ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Granma

Iniciaba el año 1895 y la herida abierta de El Zanjón mantenía incólume la ignominia. La Patria aún lloraba a sus héroes caídos en el fragor de los combates y de la manigua agreste. Mientras, el látigo español cercenaba, con más odio que nunca, el espíritu de un pueblo que no quería amos. Cuba dolía.

Tras diez años de una guerra que fue más grande por los ideales defendidos que por su duración, en las venas de los cubanos dignos continuaban corriendo las ansias emancipadoras.  

Aunque las huellas de dolor e impotencia ante la libertad trunca alentarían a los incrédulos y cobardes a apostar por una anexión, por cada uno de ellos se multiplicarían los hombres y las mujeres con la dignidad intacta y los bríos latentes de La Demajagua y Baraguá.    

En la forja de esa nueva contienda por nacer estaría, como guía y conductor principal, el Apóstol, quien sabía que la chispa independentista encendida por Céspedes en 1868 «ardía» vigorosa en el pecho de los veteranos y también en el de los pinos nuevos más irredentos.

«La guerra por la independencia de un pueblo útil y por el decoro de los hombres vejados, es una guerra sagrada, y la creación del pueblo libre que con ella se conquista es un servicio universal», escribiría el propio Martí.

Bajo esa convicción, que ni el fracaso del Plan de Fernandina pudo quebrantar, resonaría, el 24 de febrero de 1895, el clarín redentor de la Patria llamando a sus hijos al reinicio de una nueva etapa de lucha.

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