
–¡Dame un poco de paciencia, Dios mío!–, imploraba como con rabia aquella mujer.
–Dile que haga que tú seas más buena–, replicó llorosa una vocecita.
«Uff, parece que la pequeña es de ampanga», pensé. La discordia llegaba desde el interior del hogar. En la acera, frente a la puerta, indeciso sobre si tocar o no, se repitió la amenaza de la mujer: –Fíjate, voy a ponerla, y que ni se te ocurra quitarla.
–¿Te gustaría que otro hiciera lo mismo, si fuera la abuela o la mamá de nosotras, y estuviéramos tristes?–, reprobó la chiquilla, cuyo nombre y edad me los dijeron después: Alexa, de nueve años.
Al cabo, desde el fondo de la vivienda, emergió otra mujer, empeñada en restarle decibeles al altercado. Al advertir mi presencia, con rubor, me invitó a que pasara.
–Alexa, ¿por qué desobedeces a tu hermana de esa manera?
–No desobedezco, mamá–, respondió la inocente, en llanto vivo. –Tú sabes que Reyna murió, pobrecita; mira su casa ahí, mira a… (mencionó a varios hijos de la difunta); están tristes, vi a Robertico llorando; se lo dije a mi hermana, pero ella sigue poniendo la música alta; por eso apago el equipo.
La mirada de la niña buscó al Martí que asomaba en la sala, desde un cuadro colocado encima del televisor. «Perdónala», dijo, y añadió: «La seño y ustedes dicen que para ser bueno hay que ser como él, pero mi hermana no es así, ella es mala».
–«No. Las personas buenas a veces también se equivocan; no llores, mi princesita, eso no volverá a suceder», respondió la mamá.
Aquel día, por un instante, me pareció que el Apóstol había hecho estallar su silencio entre aquellas cuatro paredes, que desde el cuadro sobre el televisor quebrantaba su compostura, renuente a continuar impasible, cuando las urgencias de su país lo reclaman.
Parecía que, de cuerpo, de carne y hueso, el de La Edad de Oro había recalado en el sitio, agitado, inconforme, resistido a un gesto insensible, reencarnado en la rebeldía sublime de un alma de nueve años, enfadada ante la postura de un familiar indiferente al dolor de los que lloraban la partida de un ser querido.
Callado, saludé también otra desobediencia inocente.
El bastón a tientas de un hombre mayor denunciaba la fragilidad de sus pasos. En sentido contrario caminaban dos pequeñuelos, de uniformes, mochilas y pañoletas. «Espere un momento, abuelito, no cruce», dijo la niña. «Viene una bicicleta», acotó el que parecía ser su hermano.
Lo tomaron cada uno de un brazo. «Vamos, con cuidado. ¿Va lejos?».
«¡Pero van a llegar tarde!», alertó otro compañerito de escuela. «No importa, viramos pronto; díselo a la seño», ripostó el varón.
Con el recuerdo inevitable de su día 28, enero devuelve reconfortante esos episodios, confirmaciones de que ciertas muertes lo son solo en apariencia; que algunas reencarnaciones son reales, y, en este caso, múltiple, inagotable y virtuosa, porque el reencarnado la sembró con su propia vida, que fue toda un acto de amor.
Necesita Cuba ese martiano reverdecer, que funde con el rigor del trabajo diario, con hechos que rehúyan la repetición memorística –a veces hueca y simplona– de frases que a ratos, poco o nada, se ajustan a determinado contexto.
«La mejor manera de decir, es hacer», nos recuerda el Maestro. Sus palabras han de seguir actuantes, con hechos más que con dichos, a salvo de degradadores slogans, e «incorporadas a nuestra lucha», tal como el Che lo recomendara.
Encarar los apremios actuales y venideros reclama que, lúcido, noble, generoso, sincero, el Héroe de Dos Ríos palpite su probidad en cada mente y pecho cubanos. Más que las normativas y nombramientos, mucho más que las obligaciones formales, serán las virtudes humanas las que nos saquen al claro y, por suerte, de ellas tenemos un manantial: José Martí.
Ni las cifras escurridizas ni las actitudes miméticas hallarán espacio allí, donde la ética martiana flamee preventiva, fermentadora y restauradora de lo sensible y lo humano, sin reparar en estatus, edades, condiciones, cargos ni oficios; otra no es la savia nutricia que Fidel identificó para «emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos».
A un país en infatigable vigilia frente a las acechanzas de afuera y de adentro, le hace bien cada arremetida frente a cualquier asomo acomodaticio, proceder camaleónico o comportamiento insensible. Pero si de esos gérmenes aparecieran señales, que haya siempre una martiana sublevación, al estilo de Alexa.
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Armando dijo:
1
27 de enero de 2024
09:04:50
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