ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Foto: del autor

Temprano en la mañana, oscuro todavía, a las cinco, tal vez unos minutos antes, Nelia Antonia Martínez Cervantes salta de la cama con la agilidad de una veinteañera, y va a la cocina por la primera colada. Observa la casa de al lado y, si ve la luz encendida, llama a su hermana Nereida o llega y le toca a la puerta para compartir el buchito de café.

Es la maestra más ilustre de Lowrey, una comunidad humilde del municipio de Florencia, en Ciego de Ávila.

En una casita pintada de azul y con una puerta que obliga a agacharse, vive Nelia desde hace 34 años, cuando llegó no solo en busca de la luz de la enseñanza, sino, también, de la corriente eléctrica.

«De allá, del monte, salí para acá, cerca de la escuela Hermanas Giralt, donde trabajé hasta la jubilación. Y aquí construimos la casita. Esta que usted ve. Aquí había corriente y allá no. Esa era la mayor diferencia».

Desgrana pasajes de su vida, incluido aquel que le ocasionó dolor en el corazón, cuando le preguntaron si quería ser maestra Conrado Benítez. Ella dijo sí. Llegó a Limpios Grandes con saltarina alegría. Lo dijo a sus padres, quienes, casi al unísono, respondieron con un «no» que todavía retumba en aquel monte.

Fue cuando sacó la testarudez por encima de la obediencia y decidió ser brigadista popular. «Así alfabeticé a Arbelio Martínez y a Cecilia Cimes. Todavía conservo la cuartilla, el manual y el farol».

Mientras invita a un café, esta joya de la pedagogía, maestra de la vida, habla de su ascenso en cuestiones de enseñanza: maestra primero; licenciada en la enseñanza primaria, y máster, una palabra que todavía le suena extraña en el oído, pues lo logró con mucho trabajo y dedicación.

«Como maestra, tendría yo 14 o 15 años, pasé nueve meses en Camagüey, y llegué al municipio de Esmeralda, junto a cuatro compañeras más. Allí estuve un curso escolar sin poder venir a la casa. Y mi papá, que aquella vez dijo no, se montaba en un tren por el circuito norte, e iba a verme.

«Después fui para los Ramones Viejos, un lugar intrincado y lejos de Florencia. De ahí, cuando terminé el curso, me ubicaron en la escuela Hermanas Giralt, en la que estuve hasta 2008. Después volví a reintegrarme cuatro años, pero problemas personales me impidieron seguir».

En ese momento la voz toma un descanso, las palabras se alargan y se entrecortan, como si hubieran llegado a un parteaguas y no pudiesen traspasarlo.

«La COVID-19 me llevó al esposo y a mi hijo. Yosvany Cañizares se llamaba el niño. Yo le decía así, no importa que tuviera 44 años. Todavía cuidamos de la yegüita que él tenía. La hembra es enfermera. Fue mi alumna y, cuando me llamaba, me decía “mamá”, pero le quité la costumbre, y entonces me decía: “maestra, maestra”…, porque en la escuela ella era una alumna más, sin privilegio alguno. Ella vivía en Morón, pero, hace un tiempo, por los golpes que nos ha dado la vida, se mudó para acá, para estar a mi lado».

Y si de dichas se trata, las mayores son cuando alguien la ve y le dice: «Maestra, ¿usted no se acuerda de mí?» Y ella siempre se acuerda.

«No hay alumno al que yo le haya dado clases que no recuerde. Pueden pasar los años, años y años, que, si se sentó en un aula frente a mí, su imagen se me quedó grabada para siempre. Se lo aseguro».

En unas dos horas de preguntas y respuestas, explica lo buenas que son las tecnologías cuando se usan debidamente, porque cualquier alumno puede grabar una clase, estudiarla, socializarla, pero no siempre ocurre así.

También habla de Amado del Pino (padre del periodista de igual nombre, fallecido ya), uno de los maestros más renombrados de toda Florencia; sin dejar de mencionar a Hortensia, Isabel, Martha, Eneida, «las de más acá en el tiempo».

Y no menciona su nombre; ella, que es toda humildad, una mezcla de jovialidades y sabidurías, tomadas de los libros, del magisterio y de la vida.

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