ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Ismael Batista Ramírez

Nadie piense que pretendemos exportar nuestro modelo electoral. Pero de lo que sí podemos estar seguros es de que, con aciertos y posibles desaciertos, es el nuestro el que ha determinado que la cita con las urnas no sea una farsa, de esas en las que lo que cuenta es el dinero y las promesas, generalmente sin cumplir, de los políticos.

Así sucede en el país del norte, donde el Departamento de Estado y algún que otro gobernador republicano vomitan odio para cuestionar nuestro sistema.

No tiene ni tendrá nunca valor lo que diga un personaje de la política estadounidense como el senador Marco Rubio, quien, junto a algunos contrarrevolucionarios asentados en Miami, se apresuró a calificar de «falsos comicios» los del domingo 26 de marzo en Cuba.

Tampoco lo tiene el subsecretario del Departamento de Estado para América Latina, Brian Nichols, quien se atrevió a decir que «a los cubanos se les negaba de nuevo una elección de verdad para su Asamblea Nacional».

Para responderles –aunque no vale la pena– habría que oír la opinión de los 6 167 605 votantes que acudieron a las urnas y emitieron su boleta.

¿Cuántos votan en Estados Unidos? ¿Tan solo un 67 % del padrón electoral? ¿Con cuántos votos se elige a un Presidente? ¿Cómo es posible que hasta exista el caso de un mandatario llegado al poder con poco más del 25 % de los votos electorales?

¿Cuántas veces un presidente de ese país y su equipo de gobierno recorren estados y comunidades para conocer de manera directa los planteamientos del pueblo?   

Debían esos y otros odiadores, darse cuenta de que lo que sucede en Cuba es una verdadera revolución en el modo de gobernar.

Todos los propuestos para ocupar un escaño en el Parlamento han realizado múltiples encuentros con el pueblo, lo mismo en los más intrincados lugares que en escuelas, fábricas, granjas agrícolas, centros científicos, barrios en renovación, entre otros espacios. Y no fueron allí en busca del voto ni a hacer promesas. Fueron a dialogar con el pueblo para juntos –juntos, repito– reformular conceptos, corregir planes, actualizar proyectos. Fueron a las bases de lo que constituye el sostén del país.

Y no pocas veces, el Presidente, el Primer Ministro y otros altos dirigentes del Partido y del Gobierno hablaron de sistematizar estos encuentros, sin que tengan que ver con un proceso electoral determinado. Es la forma de gobernar todos los días y gobernar con el pueblo, han enfatizado.

Es dar continuidad al sistema de dirección de Fidel, siempre presente, hablando, oyendo, convenciendo con su ejemplo, venciendo peligros y adversidades. 

Es lógico, entonces, que muchos en el exterior no entiendan nuestro sistema electoral, y que algunos tarifados aquí mostraran indignación y frustración al conocer los resultados.

En Estados Unidos, por ejemplo, existe un bipartidismo maquillado, pura escenografía de un modelo agotado, en el cual republicanos y demócratas, además de gastar una millonada de dólares en sus campañas, se saben únicos con el poder de llevar las riendas del país.

No resulta casual que la revista The Economist calificara las elecciones presidenciales en Estados Unidos, en un editorial publicado en diciembre de 2015, como «el mayor espectáculo sobre la tierra».

Tampoco sorprende que, en las últimas presidenciales, Donald Trump (republicano) y Joe Biden (¿demócrata?) disputaron unas elecciones con un costo récord de casi 11 000 millones de dólares, las más caras de la historia del país. Y, sin embargo –a pesar de los miles de millones– cuando Trump se vio perdido motivó el asalto del Capitolio como fórmula «democrática» de tratar de mantenerse en el poder.

Y también es muy significativo que Biden, el ganador por estrecho margen, no haya derogado ni una sola de las medidas añadidas por Trump al bloqueo contra Cuba, lo que constituyó una de sus promesas electorales.

Además de la ignorancia que los corroe, los funcionarios estadounidenses que cuestionan el proceso electoral cubano no aceptan que la gran mayoría haya acudido a las urnas, y que todos los propuestos a ocupar un escaño en el Parlamento fueran elegidos con el voto directo y secreto, en una cita en la que no hubo tiros ni soldados custodiando las urnas, y en su lugar un ambiente de tranquilidad y seguridad ciudadanas, con miles de pioneros que, parados a cada lado de las urnas, decían «votó».

Y a la hora del cierre, los vecinos acudieron a presenciar el conteo de votos, la suma de los marcados por el voto unido, el selectivo, o el que dejó la boleta en blanco o repugnantemente escribió algún improperio, generalmente en lenguaje de mal gusto.

Los que votaron en Cuba (75,87 %) superamos por mucho las cifras que se conocen en el propio Estados Unidos y otras naciones europeas, donde los que acuden a las urnas ni llegan al 60 %.

Nuestro modelo no es para exportarlo, pero sí para defenderlo.

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