
De tanto repetirse, las colas se han asentado en la vida de los cubanos como un mal aparentemente inevitable, con el que toca convivir.
En Pinar del Río o en Guantánamo, en la Isla de la Juventud o en La Habana, no importa donde usted se encuentre, esa realidad siempre será muy parecida.
Con la capacidad innata de bromear sobre las adversidades, el tema ha sido materia prima para los humoristas durante décadas.
«Párese cinco minutos donde usted quiera, y verá cómo se forma una cola detrás de usted», decía en uno de sus monólogos el popular comediante Carlos Ruiz de la Tejera.
Del asunto también se ha hablado mucho «en serio», y no han faltado los intentos para erradicarlas.
Pero como los virus más contagiosos o las malas hierbas, el problema casi siempre se las arregla para resurgir.
Ahí están las paradas, como ejemplo de «persistencia», donde ni siquiera en las épocas de mayor bonanza lograron superarse.
Con una base objetiva, debido a las escaseces provocadas por el asedio permanente de EE. UU., bajo el que nuestra economía ha tenido que subsistir, el tema entraña también mucho de subjetivo, gracias a esa burocracia que para cada solución tiene un problema, como definiera el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Y es que hacer fila para adquirir algún producto deficitario por estos días en que el mundo todavía no consigue reponerse de los efectos de la pandemia, siempre resultará incómodo, pero comprensible.
Más aún en esta Isla que, junto a los estragos de la COVID-19, ha debido cargar con la cruz del bloqueo norteamericano, recrudecido de manera obsesiva con más de 240 medidas dictadas por la administración de Donald Trump y mantenidas hasta hoy por la de Joe Biden.
En cambio, es inconcebible el tiempo que alguien debe destinar a cualquier trámite, por simple que parezca, como sacar un nuevo carné de identidad o viabilizar un testamento.
Dicen que hay entidades en las que las personas tienen que dormir para alcanzar un turno o, a lo sumo, llegar de madrugada.
Lo cierto es que desde que el sol asoma y comienza una nueva jornada para los cubanos, ya hay largas colas en las notarías, las oficinas del Registro Civil, o cualquier otra instancia que canaliza trámites, y muchas otras más.
Como si la atención al público fuera un favor y no un deber, por el que además se recibe un salario, el problema no parece inmutar a algunos funcionarios o a determinados directivos.
Por ello, lo que bien pudiera resolverse colocando personas más eficientes, se dilata inexplicablemente en el tiempo, ante la mirada impasible de quienes
disfrutan el placer de tener un cuño todopoderoso en sus manos y quizá de hasta sacar provecho de él.
No importa que el país –que invirtió más de mil millones de pesos en el enfrentamiento a la pandemia– esté urgido de incrementar los ingresos al presupuesto del Estado y que, por tanto, las colas y todo lo que de ellas se deriva no solo impliquen demora y malestar, sino que tengan, indirectamente, un efecto económico.
Lo peor es que ni madrugando o pasando la noche en el portal de una de esas oficinas se tiene la certeza de resolver. Si no, piense cuántas veces hemos escuchado aquello de que la persona encargada de un trámite x no vino porque se le presentó un problema y no hay quien la pueda sustituir.
O en cuántas ocasiones, al cabo de una larga espera, se han percatado de un dato mal escrito y, por tanto, antes de proseguir, primero ha sido preciso hacer otra cola parecida, para subsanarlo.
Hace algunos años, con el propósito de que un grupo de gestiones fueran más asequibles a la población –sobre todo para quienes estudian o trabajan–, en Pinar del Río se estableció un horario extendido en varias oficinas, más allá de las 5:00 p.m., en determinados días de la semana.
Sin embargo, esa práctica se ha abandonado. De modo que el primer paso para cualquier trámite que alguien necesite, es lograr la autorización previa de su jefe para faltar al trabajo.
Como parte del proceso de informatización de la sociedad, en los últimos tiempos algunos organismos han emprendido acciones dirigidas a atenuar el problema, habilitando trámites online.
No obstante, su efecto aún es limitado y en ocasiones pareciera trasladar al mundo digital las insuficiencias de nuestra cotidianidad.
Eso es, por ejemplo, lo que refiere Angélica María Cabezas, una pinareña que en septiembre del año pasado accedió a la web del Ministerio de Justicia para solicitar el certificado de defunción de su padre recién fallecido, y al cabo de largos meses de espera no tuvo más remedio que dejarlo por imposible y hacer la gestión de manera presencial.
A principios de los años 80, con esa ironía mordaz que le valió el Premio Nacional del Humor, el maestro Héctor Zumbado afirmaba que la burocracia se había convertido en nuestro país en un deporte con una rica tradición «de cuños, papeles y pisapapeles», que «se practica cotidianamente por entusiastas atletas».
Aunque mucho ha llovido desde entonces, textos suyos como Lo difícil de nacer, parecen recién escritos, por su abrumadora vigencia.
En él, Zumbado relata el viacrucis para obtener un certificado de nacimiento y lo compara con algo así «como atravesar de nuevo por un parto difícil, por un proceso lento y embarazoso, extenso y paciente, en una larga espera de metros y metros de acera que se estiran hasta el infinito».
Fue publicado en 1980, pero pudo haber sido ayer...
A pesar de esta realidad, cuesta creer que no tenemos más opción que resignarnos, porque es imposible arrancar de cuajo las colas absurdas, la burocracia y el peloteo, aun cuando han sabido imponerse durante décadas y a veces parezcan multiplicarse como la Hidra de Lerna, aquel monstruo terrible de la mitología al que le crecían dos cabezas por cada una que algún valiente le lograba cortar.
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4 de enero de 2023
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