ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Hay una historia fascinante en el infinito, escrita a muchas manos, pero con hitos reconocibles. Uno de esos hitos, tal vez el más importante –realmente no sé– es el de Georg Cantor, ese matemático de la segunda mitad del siglo XIX, que descubrió que lo inagotable venía en varios sabores. También varias direcciones, hay infinitos que empiezan en algún lugar y no acaban nunca, como los números naturales, que empiezan en cero y ya no se detienen más, siempre crecen. Hay otros infinitos que no tienen comienzo, como los números enteros que se extienden desde el pasado hasta el futuro, con extremos inaccesibles, siempre cambiantes, siempre moviéndose, nunca quietos. Hay infinitos que se escurren entre dos números, como los reales, que hay tantos de ellos entre el cero y el uno, como entre el cero y ese otro infinito en el horizonte. Luego, hay infinitos en varias dimensiones, como los números complejos, que se extienden por la planicie inacabable de sus dos direcciones, un plano tan vasto como el misterio. No lo digo para adornar con palabras, en ese plano pueden desplegarse otros infinitos más enigmáticos, como el de las escalas, que se descubren repetitivas en una construcción como la de ese fractal con nombre de mujer, llamado Julia. 

También está como se nombran a los infinitos, ese aleph de nombres maravillosos, casi mágicos, porque es uno de esos raros momentos en que los matemáticos hicieron de las palabras, y no de los números, poesía. Que Cantor era un poeta a nadie le cabe duda, que fuese dadaísta, eso ya es otra cosa. Al incomprendido matemático alemán se le ocurrieron nombres como números transfinitos, aquellos a los que siempre se les puede sumar un uno. Quizá el homenaje más bello a la poesía de Cantor, proveniente de un colega, la hizo otro gigante. David Hilbert, refiriéndose a su coterráneo dijo: «nadie nos expulsará del paraíso que ha creado» y ese paraíso, es infinito.

Hay en el aleph que le descubre a Jorge Luis Borges, el escritor, ese otro escritor, imaginado, que fue Carlos Argentino, un misterio transfinito: ese que siempre acepta un miembro más, por hostil que sea, incluso al propio Borges. En el aleph en cuestión, el mundo se ve, en toda su integridad, simultáneamente, desde todos los ángulos. Se estaría tentado a decir una infinita sucesión de datos, si no fuera porque la llegada de la información es simultánea. Ni el propio Borges estaba preparado para esa irrealidad, lo que es mucho decir, y deja pocas oportunidades a los demás. Sépase que cuando se trata de Borges, los demás somos todos lectores prescindibles y, sin embargo, la exposición al infinito, él confiesa que lo volvió estéril.

Cantor fue de esas personas raras que no creía que fuera una persona rara, eso lo hacía más extraordinario aún. Pero sabiendo el efecto que el aleph tuvo en Borges, no debe entonces sorprendernos que Georg fuera patológicamente depresivo, hasta bipolar, y sus descubrimientos matemáticos lo llevaron de un sanatorio a otro hasta su muerte, pobre, casi solo, implorando regresar a casa, un anhelo que se le volvió inalcanzable. Ese es el precio que pagan algunos por descubrir las infinitas tesituras del infinito.

Hay lugares a los que asomarse lleva toda una vida y aun así no alcanza. Sic parvis magna: si es verdad que lo grande comienza pequeño, no dejemos que lo pequeño nos impida ver lo grande, como mismo no ignoremos que a lo grande se llega desde los detalles. Aun cuando son ignoradas, las entrecalles son las que unen las grandes avenidas.

Cuando triunfó la Revolución, incluso entonces, era tan solo un guerrillero triunfante, alguien que comenzó con la locura de asaltar un cuartel. Todavía un ser de la Isla, famoso, pero aún en potencia. Luego vendrían otras cosas, lo que se resume en descubrir la alquimia de convertir a los eternos derrotados en vencedores. Hacer que los vencedores de siempre naufragaran. El guerrillero que, en nombre de los pobres, se salió con la suya. Todas las veces que lo retaron con aniquilarlo y junto a él la Isla, miró de frente al monstruo y le dijo que si pretendía llegar, que supiera que debía hacerlo en zafarrancho de combate. El monstruo no vino. No se atrevió a venir.

Algunos adivinaron su naturaleza transfinita, a la que siempre se le podía sumar un uno y nunca lo agotaba, otros se tomaron más tiempo, pero era inevitable. Cada vez que habló desde la terraza del planeta, parecería que describía el todo, simultáneamente, y nadie estaba preparado para esa irrealidad asombrosa. Cuando decidió dar la apariencia de que iba a descansar, miró a los que habían intentado su hazaña para quedarse estériles, para volverse locos, y sonrió con la condescendencia del que ha mirado al abismo, y el abismo le ha cedido el paso.

Salió caminando al infinito, hecho infinito, el aleph de todos los revolucionarios.

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