ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Para asegurar los servicios de Salud, un pequeño local del centro recreativo de El Corojo se ha transformado temporalmente en consultorio. Foto: Ronald Suárez Rivas

Pinar del Río.–A Yamila Acosta lo que más le perturba no es haber perdido su casa ni la incertidumbre de si sus equipos electrodomésticos volverán a funcionar, sino esa sensación de tristeza y de miedo que ha quedado en mucha gente tras el paso del huracán Ian.

Entre ellos, su hijo de cuatro años, que se le abraza a las piernas cada vez que siente el silbido del viento y le dice: «Mamá, viene otra vez el ciclón, nos vamos a morir».

Yamila es enfermera de la comunidad de El Corojo, en el municipio pinareño de San Luis, uno de los territorios más golpeados por el devastador fenómeno meteorológico, aquella madrugada terrible del 27 de septiembre pasado, en que «parecía que la noche no se iba a acabar».

Desde entonces no ha vuelto a usar el uniforme blanco con el que siempre había atendido a sus pacientes, luego de su graduación en el año 2011.

El derrumbe total de su vivienda y la falta de agua y de electricidad la han obligado a andar de civil, con la ropa que logró resguardar en casa de su suegra, ante el azote inminente de Ian.

Sin embargo, ni esa tragedia personal ni el hecho de que a su consultorio el viento le haya arrancado dos ventanales y el techo, le han impedido seguir al tanto de sus pacientes.

«El mismo día del ciclón, por la tarde, fui al consultorio con la otra enfermera, a recoger lo que había quedado, y a la mañana siguiente, cuando llegó el director de Salud, ya yo estaba en el terreno, visitando a mis lactantes y a mis embarazadas».

Cuenta que así se ha mantenido hasta hoy, porque hace falta trabajar, porque las personas la necesitan, porque es una manera de no pensar en lo que sucedió.

Para asegurar los servicios de Salud, un pequeño local del centro recreativo de El Corojo se ha transformado, temporalmente en consultorio, hasta que se pueda recuperar el que se destruyó.

En él, Yamila asiste, todos los días, junto a otra enfermera y a un doctor, a una comunidad devastada por el huracán.

Es de las pocas construcciones de la zona que logró salir ilesa de la furia del viento.

«Aquí se usa cubrir los techos con la tela del tabaco tapado y fijarla en el piso a piedras o cabillas, pero ni así muchas casas aguantaron», rememora Yamila.

Su consultorio, por ejemplo, estaba recién reparado. La cubierta era nueva, prácticamente acabada de poner. «Todo lo que se hizo, se perdió».

Ante la preocupación de que su vivienda no resistiera, Yamila había decidido refugiarse, con su esposo y sus dos hijos, en la de su suegra. Pero los vientos sostenidos de más de 200 kilómetros por hora hicieron que tampoco se sintiera a salvo allí.

«A la casa del frente le levantó el techo y lo tiró encima de la de nosotros.

«Los niños empezaron a gritar. Cada vez que el aire soplaba por una esquina, nos movíamos para la otra.

«Yo llamaba a mis vecinos por el celular, preguntándoles por mi casita, y me decían: no se ve».

A la mañana siguiente, cuando por fin pudieron salir, todavía tenía la esperanza de poder rescatar al menos un cuarto.

Tres árboles se habían desplomado sobre su vivienda, así que, junto a su esposo, se puso a buscar un tractor para quitarlos de allí.

«Estuvimos tres días esperando a que la tierra se oreara y el tractor lograra entrar sin atascarse, sin saber qué había debajo de aquellas matas, hasta que las pudimos halar».

Todo el esfuerzo, sin embargo, sería en vano. «Así, jorobada, aquella era mi casita. Pero tratando de salvarla se acabó de derrumbar».

Aparte de su vivienda, esta valerosa enfermera, de 34 años, todavía no sabe con exactitud cuánto más perdió. «Los colchones están ensopados en agua. Todos los equipos los habíamos puesto dentro de los escaparates, envueltos en nailon, pero se mojaron.

«Con la ropa no sé qué va a pasar. Le di sol y la tengo metida en un saco hasta que pueda lavarla, llena de barro, porque toda el agua que bajaba de las vegas atravesó por allá».

A un mes del paso de Ian, los servicios de agua potable y electricidad siguen siendo el problema más urgente para una buena parte del municipio.

Yamila explica que en El Corojo han sido fundamentales las pipas que han llegado para cubrir, por lo menos, las necesidades más básicas.

Con los linieros cada vez más cerca del poblado, cuenta que –junto a su esposo– ha estado poniendo los equipos electrodomésticos al sol, a ver si consiguen que vuelvan a funcionar.

«Los técnicos nos lo recomendaron y es lo que hemos estado haciendo con el televisor, el refrigerador y hasta con los ventiladores, que no sé si también necesitan sol, pero yo se los doy».

Mientras uno la escucha, se pregunta: ¿cómo alguien que se quedó sin hogar encuentra las fuerzas para levantarse todas las mañanas y salir a trabajar?

«Yo vengo para el consultorio porque, de todos modos, en mi casa, no puedo hacer nada ahora, y porque cuando voy me dan ganas de llorar», argumenta Yamila.

«Por eso es mejor estar aquí, sirviéndoles a las personas, distrayéndome, escuchando los cuentos de otros que tienen una situación igual o peor, y están echando pá’lante».

A pesar de tanta destrucción, asegura que los cubanos somos fuertes y que nos volveremos a levantar.

El aviso desde el punto de venta de materiales, la misma mañana en la que conversamos, de que vaya a buscar los recursos para una facilidad temporal, confirma su optimismo.

«Lo que nos sucedió ha sido muy duro. Pero más malo es que nos hubiera caído un palo arriba o que a los niños me les hubiese pasado algo. Estamos vivos, y eso es lo más importante. Todo lo demás, poco a poco, se puede recuperar».

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