Las Tejerías, Aragua, Venezuela.–Unos helicópteros merodean en lontananza sobre la urbe golpeada, y al cronista, camino al sitio de la tragedia, les parecen caballitos del diablo, con sus fábulas de diluvios, muertes, resurrección y esperanza tras el dolor, leyendas todas que envuelven a los minúsculos voladores.
Empero, son de metal estos «caballitos»; cumplen tareas de socorro y, desde lejos, ofrecen los primeros indicios de que algo espantoso ha ocurrido abajo.
Ese presagio lo acentúan, en la carretera, los efectivos policiales y militares que controlan los puntos de acceso, las caravanas de camiones atestados de escombros, y los carros repletos de alimentos y otros recursos destinados por el Gobierno bolivariano para asistir a quienes lo perdieron todo.
Dos imágenes de Las Tejerías, tomadas en igual perspectiva, antes y después de la séptima tarde del mes en curso, bastarían para verla «del esplendor al destrozo en un pestañazo», tras el deslave que convirtió en infierno el paisaje y la vida en esta ciudad, hogar de más de 54 000 habitantes, y capital del municipio de Santos Michelena, estado de Aragua.
Las Tejerías precisa del renacimiento que, a varias manos, procuran la solidaridad y el Gobierno.
DEL PERÍMETRO DE LA URBE AL EPICENTRO DE LA TRAGEDIA
Vamos a pie, entre médicos y enfermeras cubanas que, en número de 20, colaboran aquí, apoyados desde hace una semana por compatriotas de la institución más próxima al Cipriano Castro, único Centro de Diagnóstico Integral existente en Las Tejerías.
Por doquier hieren las estampas.
De un lado, promontorios de autos aniquilados, unos encima de otros, mezcla de lodo, metal y cuántos objetos encontró la avalancha a su paso; del otro, en pedazos y más alejadas, las portentosas vigas del puente que parecía inamovible; acá una meseta de fango, que, dicen, no existía, y bajo la cual –también se rumora– yacen viviendas y cuerpos sin vida.
Árboles derribados, rostros abatidos, enseres asomados a la superficie del lodazal; dolor inenarrable cuando se trata de niños y niñas que estaban de cumpleaños en un hogar, borrado del mapa a mitad de colina.
Dolor por los religiosos que sepultó el alud en un culto, herida que duele en el pecho del lugareño Antonio Guevara, desde la noche del viernes, cuando falló en el intento de arrebatarle un niño al deslave. La realidad desborda los adjetivos.
Lesia Carrillo aún no logra entender lo que sucedió.
«Otras veces aquí ha llovido bastante y el agua ha llegado a mi patio. De pronto esta vez, sin que me diera cuenta, inunda la casa y tapa los muebles. Si mi nieta no me avisa me ahogo; con el agua a la cintura corrí a la segunda planta; estuve allí no sé cuántas horas; perdí todo, menos la vida; aún siento miedo, algunos vecinos murieron», cuenta en la sala de su vivienda la atribulada mujer, mientras la doctora cubana, Lara Labrara, le toma la presión arterial.
¿DÓNDE ESTÁ JOSEFINA?
«Mi pobre amiga», se lamenta Ana Briceño, con par de lágrimas surcándole las mejillas. Su amiga desapareció en el desastre.
«Era una ancianita sola; enviudó en septiembre del año anterior, y su único hijo reside en Colombia», agrega, con palabras temblorosas, la jubilada.
«Josefina era desvalida, frágil, pero muy bondadosa, eso sí», dice Ana.
«A mí y a mi amiga Edith nos llamaba casi todos los días, para brindarnos café; nosotras casi siempre les llevábamos algo, conversábamos, hacíamos chistes, reíamos y echábamos bromas; así nos entreteníamos y la entreteníamos a ella».
La voz suplicante de Josefina pidiendo auxilio la escuchó solamente Lesia Carrillo desde su casa, «pero nada pude hacer a esa hora –confiesa–, yo estaba desesperada, en shock».
La anécdota la interrumpen dos de los más de 3 000 funcionarios del Gobierno, desplegados en la ciudad.
Con una vara metálica empiezan a explorar el terreno en el interior de la casa de Josefina. Se unen a la búsqueda unos vecinos. Por un instante los cronistas habrían preferido el oficio de explorador.
Transcurridos minutos, se le oye decir a uno de los agentes: «nada». Detrás, el punzante razonamiento de Ana: «¡Dios mío, si el lodo trancó todas las puertas de esta casa y la desbordó, ¿dónde está Josefina?!»
Ana Briceño asegura que, de milagro está viva. «Fíjese en este muro alto que protege mi casa; las oleadas de agua con barro y troncos de árboles
golpeaban, traían un sonido sordo, como cuando se acerca un avión. Yo también trepé al nivel de arriba;
lloré, grité, recé; le pedí misericordia al Señor».
«Vivo aquí desde hace 48 años, y le aseguro que algo igual jamás había sucedido», sostiene Carlos Silva Villanueva.
Jubilado, de tez blanca y vientre voluminoso, Silva y su esposa pudieron salir de la trampa que les tendió la quebrada Los Patos en su vivienda. «Fueron dos minutos apenas», relata Silva.
«Cuando me di cuenta, ya el lodo nos había cercado, sentí que la muerte nos venía encima. Este nos salvó», dice, mientras señala con el pulgar al joven guantanamero Yosmany Cardona, rehabilitador, que escucha a su lado.
Cardona vive al lado de la casa de Silva. Escuchó los gritos de una mujer, se asomó y… «Coño, se están ahogando». Y en un lance que pudo costarle la vida decidió socorrerlos.
«Saqué a la mujer, pero Silva estaba reacio a que yo lo tocara. Vi cómo que se rendía ante la muerte, y me desató el instinto: “¡Coj…, me das la mano o te ahogas, ¿no te das cuenta?!”».
Y el hombre, que en seis meses de contrastante excepción entre sus vecinos ni un saludo le había devuelto a Yosmany, se aferró al brazo del cubano.
«Ni yo mismo sé cómo atravesé con él aquella tremenda ola de fango», comentó el joven. «Lo mío es salvar, sin que importen peligros, razas, ni las ideas, cuando de humanos se trata».

ME DICEN CUBA
Si alguien en Las Tejerías pregunta por Yosmany, puede ser que alguien no sepa de quién se trata.
«Desde que llegué aquí todos me dicen Cuba», afirma, con la mirada rebosante de orgullo, el rehabilitador del central Costa Rica, en Guantánamo.
Acuñan sus palabras los tantos gestos de amistad que atestigua el cronista, tras una jornada de recorrido por Las Tejerías, en compañía de internacionalistas cubanos.
«Buenos días, Cuba», le dice alguien desde una acera; «Cuba, cómo se le anda», indaga otra voz; «Cuba, cuándo echaremos otra conversa», averigua un tercero.
Los muertos, que se estima que superan el centenar, los desaparecidos, y las más de 800 viviendas arrasadas, la mitad de ellas de manera total, aquí serán historias pasadas, ha reiterado el Gobierno bolivariano, que reaccionó desde el inicio, con prontitud.
No hay puentes, negocios ni pasarela en pie en Las Tejerías.
Las calles siguen manchadas de lodo y la ciudad está herida, pero inundada de afectos y solidaridad. Cuba no falta en ella. La esperanza de nuevo asoma.
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Leonardo Ramírez Llamo dijo:
1
14 de octubre de 2022
08:14:22
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