Mujer que renace

Nació una vez una mujer ajena a las serpientes, a las manzanas del Edén, libre de Adán. Le costó mucho llegar a ese punto, a pesar de que había procreado a todos los hombres, incluso los que con desdén le mostraron los puños. La nueva mujer fue igual de hermosa o más y muy esbelta. Aprendió a caminar con la frente en alto y descubrió, desde esa altura, la verdadera dimensión del mundo, que según el poeta, «estaba amueblado con sus ojos».

Nació una vez una mujer distinta y aunque seguía teniendo dos manos y un vientre pródigo, pudo descubrir que sus brazos no solo eran fuertes cuando acunaba niños o lavaba la ropa. Notó que con sus dedos era capaz de remover el universo. Ella se convenció y convenció a todos, de que le debían siglos de justicia y estaba presta a conseguirla.

Nació una vez una mujer que apuntaló sus ojos, para evitar que mirasen al piso en señal de una obediencia ominosa. Ya no podía soportar esa visión al ras del suelo y a partir de ese instante tuvo la mirada en línea recta. Ahora sus pupilas aceptaban el reto; sin embargo, no brillaban rencores allí. Había perdido mucho tiempo y necesitaba recuperar cada detalle en las cosas que antes no podía mirar.

Nació una vez una mujer que decidió escribir la historia con ángulos diversos y tuvo la notable gentileza de no pagar a los hombres con la misma moneda, no les redujo su papel a indefensas costillas o los quemó en la hoguera por espurias sospechas de sus infieles actos, solo se limitó a darles el lugar que les correspondía, la mitad de su mundo, ni un centímetro más, ni un centímetro menos.

Y esta mujer, cubana y digna, se quedó para siempre y ya no habría sin ella ese país que construimos, en el que late el corazón de la igualdad y la justicia.