ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
“En Cuba documenté la celebración, la euforia, el triunfo y la esperanza. En el resto de América Latina registré las contradicciones sociales”.: Paolo Gaparini. Foto: Paolo Gasparini/ Archivo de Granma

Sesenta años después, Benito Cuadrado Silva rememora, como si la estuviera viviendo una vez más, su paso como integrante del ejército de alfabetizadores que en 1961 puso fin a la ignorancia en Cuba.

Habla de manera pausada, como para que no olvidar un detalle de aquella osadía, que según él, lo convirtió definitivamente en mejor ser humano y en el hombre de bien que siempre ha sido.

«Yo tenía 16 años y vivía en Placetas, perteneciente a la entonces provincia de Las Villas. Formaba parte de una familia muy humilde y muy comprometida con la Revolución que acababa de triunfar. Creo que por eso, cuando le plantee a mi papá que quería ir a alfabetizar, él no dudo un instante en darme su aprobación», recuerda Benito.

Aunque por su inmadurez no tenía la conciencia necesaria para comprender el paso que estaba dando y más bien lo veía como una aventura, expresa que sí estaba claro de que era un llamado de Fidel, y con «el caballo» no se podía quedar mal.

Benito, el alfabetizador Foto: Cortesía del entrevistado

«Tras varios días de preparación en Varadero, salimos en tren hacia Oriente, siendo ubicado en un intrincado paraje de Campechuela, perteneciente a la actual provincia de Granma, a unas cinco leguas después de un lugar llamado Cienaguilla, al que solo se podía llegar a pie o en mulos, que se llamaba Taller de la Gloria», rememora.

El matrimonio formado por el campesino José Núñez Pérez y su esposa Inocencia eran gente tan humilde como el recién llegado y tenían cuatro hijos: dos varones y dos hembras, dos de los cuales eran analfabetos totales, mientras los otros alcanzaban a penas el segundo grado.

«Recuerdo que cuando llegué, me recibieron con cierto recelo y era lógico. Curiosos me preguntaban de dónde venía, a lo yo contestaba «de Las Villas», algo que les sonaba extraño porque ni idea tenían en que sitio de la geografía cubana quedaba el referido territorio. «Imagínate, la mayoría nunca habían bajado ni a Bayamo, que van a saber de Placetas, ni de mi provincia».

«Por la noche, bajo la luz del farol, les daba las clases. Unos aprendían más rápido que otros. El que más trabajo me dio fue Pepe, que era como todos llamaban al horcón de la familia, a quien no le entraban las letras de ninguna manera. Gracias a mi persistencia, al menos aprendió a firmar, y cuando lo logró por primera vez, aquello fue una fiesta, porque según decía, ya no tendría que poner más una cruz donde debía aparecer su nombre».

Además de esa familia, con la que compartía, además de la miseria, los trabajos en la finca, también alfabetizó a una jovencita llamada Francisca, que vivía cerca del hogar donde estaba radicado Benito, la que aprendió con bastante facilidad, dado el interés que mostraba en cada clase.

Cuando le pido que me cuente algún pasaje de aquella aventura, más allá de la misión encomendada, piensa un instante y señala: «Una anécdota que jamás podré olvidar era cuando a la hora de dormir todo se me volvía una pesadilla, porque en el rancho donde colgaba la hamaca había infinidad de ratones, lo cual me obligaba a pasarme la noche tirándole patadas para espantarlos».

Tampoco olvida Benito la cantidad de mangos que tuvo que comer para matar el hambre, porque era una familia numerosa y de pocos recursos: «Ellos ni siquiera probaban la carne rusa, porque debido a la propaganda anticomunista que había, decían que era carne de gente. Yo creo que de tantos mangos que comí, me puse amarillo por dentro».  

Cuando terminó la misión, hubo una despedida muy triste, porque ya era parte la familia y se apreciaban mutuamente. «Creo que nosotros aprendimos más de ellos que lo que les enseñamos. Cuando volví de Oriente yo era otra persona. Allí se forjó mi verdadera conciencia revolucionaria y mi madurez como persona. Esa experiencia me marcó mucho. Me talló para toda la vida».

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