El tiempo no es el mejor aliado de la memoria y han pasado seis décadas, pero Rogelio Díaz Castillo ha luchado contra ese enemigo invisible y logra repasar en su mente las imágenes de ese día.
Desde que presentó la solicitud estaba muy inquieto, pues, aunque le dijeron que era demasiado joven, sentía que «aquello se le iba a dar»; incluso prendió velas en un rincón y cuando aquello se incendió, en el barrio le dijeron que ese fuego era una buena señal.
En cambio, su mamá permanecía tranquila, segura de que no lo aceptarían por su corta edad y aquella mañana cuando él cogió la valija y se le paró enfrente preguntando: ¿me vas a dar dinero?, puso un peso en su mano, pensando que sería solo una escaramuza y que en un rato estarían de vuelta en la casa.
No imaginó que ese día el pequeño se separaría de ella por primera vez y comenzarían para él interesantes aprendizajes de la Cuba de 1960 y de su naciente Revolución.
Rogelio aún no sabe a ciencia cierta cómo, con nueve años, le permitieron subir a aquel tren con destino a Varadero para prepararse como alfabetizador.
Sin embargo, allí estaba, con el maletín de comadrona de su madre y el corazón desbocado, emprendiendo un viaje que decidiría su destino y lo ataría de por vida a una de las más nobles profesiones. Cuando volvió traía su Cartilla en las manos y la férrea voluntad de cumplir la misión que le asignaran.
Las Arenas fue el primer lugar donde lo enviaron, en un camión que salió del Ayuntamiento y que lo dejó en medio de un terraplén, a la entrada del camino por el cual debía llegar hasta la finca donde sería recibido. Un campesino que iba para la zona lo montó en su caballo «sin saber, confiesa Rogelio, que llevaba un cuchillo en el bolsillo del pantalón», pues ya por ese entonces se sabía de bandidos dispuestos a agredir a los alfabetizadores con tal de dañar a la Revolución. Tenía que estar preparado.
Es difícil imaginar a un niño en medio de esas peripecias y justamente por su edad lo devolvieron a Las Tunas, pues los campesinos a los que debía enseñar a leer y a escribir vivían en lugares muy intrincados, distantes unos de otros.
Lo enviaron entonces para un lugar llamado Palmarito, en el que estuvo varios meses, en la casa de Josefa y Gerónimo, un matrimonio de ancianos que lo acogió con profundo cariño y de quienes mucho aprendió sobre la vida en el campo.
«Fue bastante difícil porque trabajaban muy duro todo el día en el surco y no era sencillo encontrar el espacio para las clases, pero tenían fuerza de voluntad», comenta el maestro sobre sus primeros alumnos.
Fue allí su prueba de fuego, y no solo en el magisterio, pues pudo ver de cerca la pobreza extrema y la ignorancia a las que habían sido sometidos los campesinos cubanos durante años, males que el gobierno revolucionario enfrentó y cortó de raíz, con la luz de la enseñanza y entregándoles la tierra, a ellos, los verdaderos dueños.
A Rogelio le tocó también luchar contra las campañas de descrédito que encontraban en la humildad y el desconocimiento de los guajiros el blanco perfecto. A su regreso a la ciudad supo que era popular por un poema que había escrito sobre la alfabetización; un texto que hablaba de Martí, de Fidel, de su Cuba libre al fin de la opresión y que declamó orgulloso en el acto donde se declaró a Las Tunas «Territorio Libre de Analfabetismo».
Ahora que ya peina canas recuerda la campaña como la primera gran aventura en su vida de entrega al magisterio. Muchas vendrían después, pero esas son otras historias.
Su nombre está enlazado al nacimiento de la Educación Superior en esta provincia y sus títulos de Doctor en Ciencias y de Profesor Titular y de Mérito de la Universidad de Las Tunas, encierran años de sacrificio y desvelos, de aportes valiosos en la formación de varias generaciones y en la construcción de un modelo educativo que ha colocado a Cuba como referente en el mundo.
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Segundo Reyes Castellanos dijo:
1
22 de diciembre de 2021
14:22:07
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