«Ella estudió para eso», replicó la madre ante la negativa de su esposo de que la hija recién graduada de Periodismo fuese hasta el cuartel Moncada, donde se escuchaban disparos la noche del 26 de julio 1953. Marta solo había pasado por su casa para avisar, no para pedir permiso. Desde entonces fue poseedora de la inusual capacidad de conjugar disciplina con irreverencia.
«Observa mucho, lee mucho, ejercita la memoria y vive, la vida intensa es la mejor maestra...», casi me exigió —siete décadas después de aquella hazaña— la nonagenaria periodista que subía las escaleras del Granma sin perder el aliento, cuya vitalidad intimidaba hasta la muerte, que no tuvo el valor de llevársela sino cuando tenía los ojos cerrados, porque su mirada centellante delataba las tantas veces que exprimió la vida para beber hasta la más diminuta gota de tiempo, porque no le temía al adiós, más bien a no aprovechar cada oportunidad.
Indómita, sincera, Marta habita en el periódico que fundó, tras la computadora a la que se adaptó como si hubiese nacido en el siglo XXI, en la Redacción Cultural donde no paraba de contar anécdotas, ni entendía de mutismos, porque el periodismo se trata de acción, e intercambio; camina junto a quienes recién llegamos a este oficio para pedirnos que miremos todo sin perder detalle alguno, porque «solo así enriquecemos la memoria».
Todos los cubanos sabemos cómo continuó la historia de la joven testimoniante del Moncada y hasta dónde la llevó; sin embargo, la lección legada por Marta Rojas va más allá de esa hazaña, radica sencillamente en el valor que le dio a la tenacidad, siempre que vaya acompañada de la rectitud, y en reconocer que lo importante es el aquí y el ahora. Esa es la esencia verdadera del periodista.



















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