Las madres tienen un olor especial, un aroma que las distingue y que somos capaces de percibir como si, de pronto, el olfato humano lograra la agudeza que ese sentido tiene en otros seres vivos.
Esa fragancia hechizante es lo primero que aprendemos a distinguir cuando irrumpimos, asustados y temblorosos, en el sendero tortuoso de la vida. En ese minuto, a tientas y llorosos, recibimos el bálsamo perfumado que brota desde la cálida piel que nos protege, y que lo seguirá haciendo mientras crecemos y nos volvemos adultos.
Sentimos que las madres desprenden un profundo olor que quizá, como los buenos alquimistas en que nos transformamos los hijos con el pasar de los años, podamos separar en sus partes más íntimas y descubrir la clave esencial que lo conforma: ropitas pequeñas y recién lavadas, pociones mentoladas para espantar el refrío, calmantes para bajar las fiebres, dulce de guayaba, forros de libretas, meriendas escolares, juguetes y libros de cuentos, fiestas de graduaciones, consejos sobre novias y ojillos desgastados por la insomne vigilia atenta a nuestros pasos. Si olemos bien, también exhalan el inigualable perfume de la Patria.
Como siempre sucede, remembranzas hermosas nos llegan en el segundo domingo de mayo, junto a la imagen de tantos sucesos grandes o pequeños, alegres y tristes, comunes o especiales. Allí aparece la madre con esa rara omnipresencia que burla las distancias y que llega, muchas veces, como un tenue susurro, como el sahumerio suave de las mejores flores.
Una terrible pandemia ha provocado que muchos no estemos hoy junto a nuestras madres, pero es solo cuestión de postergar los besos que les daremos cuando, otra vez, el cariño derrote al infortunio.
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