En un fragmento de memoria estoy parado en mitad de algún pasillo oscuro, con piso de tierra. A mi lado, sin cesar, pasan trabajadores con piel sudada y ropas cubiertas de polvo. El lugar es el antiguo estadio de pelota del Cerro, y el momento exacto es durante las obras de ampliación de donde nacería el Latinoamericano que conocemos hoy. Es domingo y he ido con mi padre para acompañarlo en el trabajo voluntario. Me parece que andaba medio perdido y también que recibí un buen regaño; sin embargo, lo que recuerdo con claridad es la cantidad de personas cargando vagones de mezcla, paleando cemento, piedras, arena, doblando cabillas.
De otro domingo voluntario conservo la escena en la cual soy parte de quienes acomodan las decenas de sillas que acaban de ser bajadas de un camión. El sitio, esta vez, es Alamar, el momento –a juzgar por la imagen que guardo de mí mismo– debe corresponder a inicios de los años 70, e igual he ido llevado por mi padre.
Continúo reviviendo pasado y, entre tantas escenas, aparece una más en la cual, en la rotonda ubicada en el centro del parque, en el barrio donde nací, un camión descarga una loma de tierra roja. Hay muchas mujeres vestidas con ropas de trabajo, niños y niñas, y varios montones de pequeñas bolsas de náilon de color negro. La tarea del día será llenar, con esa tierra, la mayor cantidad de bolsitas, y el momento cuando sucede, como podrán adivinar muchos, es uno de las tantas jornadas de entusiasmo con las que recibió impulso ese esfuerzo que fue el Plan Cordón de La Habana. Allí también, esta vez a fines de los 60, acompañaba a mi mamá en el trabajo voluntario.
Junto con ambos recuerdos están las veces en las que los acompañé también a aquellos «círculos de estudio» de la Delegación de la FMC o del CDR de la cuadra, donde eran leídos y comentados documentos (tal vez discursos) u orientaciones que lo mismo convocaban a la celebración de un «plan de la calle» que a una campaña de donación de sangre, la incorporación de la mujer al trabajo, la batalla por el sexto grado, la guardia cederista o la recogida de materia prima.
Todo ese conjunto de memorias dispersas se unifica en la combinación de movilización y participación en la escala barrial. Todo eso y más lo sentí removido y reconfigurado mientras escuchaba el discurso que Miguel Díaz-Canel, Presidente de la República, pronunció en la clausura del vi Periodo Ordinario de Sesiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular.
Un discurso político es tanto una cantidad de palabras que explican el mundo como un grupo de indicaciones o guías para atravesar el presente, pero también un desafío para la interpretación, la invitación a que los argumentos sean desarrollados y una colocación de cimientos para el futuro. El discurso pide ser escuchado, leído, analizado, pensado, releído, dividido en fragmentos, relacionado desde sus partes componentes, conectado con la masa de otros pronunciamientos que lo preceden. Tiene que ser pensado, discutido, conversado, amplificado, filtrado y distribuído en todos los escalones de un territorio o país. Mantener su carácter distintivo como discurso, pero también –y al mismo tiempo– tomar distancia de esa primacía externa que toca a la falsa santidad, y renacer entonces asimilado en lo más nuclear de la conciencia. De esta manera, el discurso, sus afluentes, derivaciones y posibilidades nos van a inquietar, estimular, cuestionar, impulsar, conducir, servir de interlocutor para la acción transformadora, el despliegue de la mayor justicia social, y para compartir los sueños de ese futuro esforzado, alegre, radicalmente propio, nuevo y único que hacemos los cubanos.
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