Hacia el mes de septiembre de 1895, casi las tres cuartas partes del territorio nacional estaban ya en pie de guerra para acabar con el régimen colonial español y lograr la ansiada independencia por la que miles de cubanos habían ofrendado sus preciosas vidas en la manigua redentora.
Llegar a ese crucial momento solo fue posible gracias a la incansable labor desplegada por José Martí para concebir, afianzar y consolidar la unidad revolucionaria entre los veteranos patriotas de la Guerra de los Diez Años y aquellos que se aprestaban a seguir las huellas libertarias de sus padres y abuelos.
Iniciada el 24 de febrero de ese año y con la llegada a tierra cubana de sus principales jefes, la nueva contienda emancipadora cobró intensidad con el paso de los días, no obstante el duro golpe que significó para los propósitos de la revolución la prematura muerte en combate del Apóstol aquel aciago 19 de mayo.
El grito de ¡Viva Cuba libre! se expandió entonces por llanos y montañas: Antonio Maceo y sus huestes demostraban, en Oriente, la pujanza insurreccional; Máximo Gómez levantaba al Camagüey con su impetuosa campaña circular; y en Las Villas, con Serafín Sánchez y Carlos Roloff al frente, la guerra era ya una realidad.
Fieles a quien fuera «el alma del levantamiento», como en su momento definiera a Martí el Generalísimo Máximo Gómez, los compañeros de lucha decidieron dar continuidad a su legado con la creación del Estado nacional en la manigua, propósito que pudo concretarse en la Asamblea Constituyente de Jimaguayú.

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Conocidas reseñas de historiadores precisan que fue el propio Gómez quien propuso el escenario que serviría de sede a la importante reunión: Jimaguayú, sitio intrincado de la geografía camagüeyana donde 22 años antes había caído en combate por la libertad de Cuba el mayor general Ignacio Agramonte Loynaz.
Llegados a aquel paraje desde las tres regiones beligerantes (Oriente, Camagüey y Las Villas), los veinte delegados sesionaron entre el 13 y el 16 de septiembre de 1895 en un sencillo bohío de tablas de palma y techo de guano, escoltados desde las cercanías por las tropas del ilustre militar dominicano.
En medio de aquella histórica campiña, antes de lograrse el necesario consenso para la aprobación del texto constitucional, tuvieron lugar entre los participantes enconados debates en torno a la manera de organizar el gobierno de la República en Armas para no repetir los errores cometidos durante la Guerra Grande.
Especial polémica suscitó el asunto relacionado con las relaciones entre militares y civiles: mientras unos se pronunciaban por aplicar la misma organización acordada en Guáimaro en 1869 y que resultó inoperante para los intereses de la guerra, otros abogaban por la centralización de poderes en los jefes militares.
Un tercer grupo, integrado por la más joven generación de patriotas cubanos educados bajo el influjo de José Martí, defendía la separación de funciones y el otorgamiento de amplias facultades tanto para el gobierno civil como para el ejército mambí, instituciones que en su desempeño no debían interferirse entre sí.
Si bien fue esta última la posición que a la postre prevaleció, más allá de divergencias conceptuales se declaró, como esencia de la nueva Carta Magna, la «separación de Cuba de la Española y su constitución como Estado libre o independiente con Gobierno propio por autoridad suprema con el nombre de República de Cuba…».
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Tras varios días de sesiones, el 16 de septiembre de 1895 fue aprobada la Constitución de Jimaguayú, con la cual se establecían las normas jurídicas principales que regirían, en lo adelante, los destinos de la revolución en la lucha a muerte contra la metrópoli española hasta la obtención de la independencia absoluta.
A partir de los criterios encontrados, también de la voluntad colectiva por hallar una salida al diferendo, se logró un acuerdo aceptable para las partes: constituir un Consejo de Gobierno que, a diferencia de su antecesora de Guáimaro en 1869, uniría en un solo organismo los poderes legislativo y ejecutivo.
En su articulado, la Constitución dejaba claro que todas las fuerzas armadas de la República y la dirección de las operaciones de la guerra, estarían bajo el comando directo del General en Jefe, que tendría a sus órdenes, como segundo en el mando, un Lugarteniente General que le sustituiría en caso de vacante.
Sin embargo, el imprescindible equilibrio de poderes entre los civiles y los militares no se logró en Jimaguayú, algo por lo que tanto abogó José Martí en su misión unificadora y se puso de manifiesto, de manera diáfana, en la conocida frase: «El Ejército, libre, y el país, como país y con toda su dignidad representado».
En varios de los artículos, los constituyentistas lograron incorporar «detalles» dirigidos a subordinar el ejército a los máximos poderes civiles, como la creación de una Secretaría de la Guerra y la facultad conferida al Consejo de Gobierno para otorgar los grados militares de Coronel a Mayor General.
Otro de los «deslices» que contradecían la intención de no interferir en los asuntos de la guerra está presente en el artículo 4, al precisar que «el Consejo de Gobierno solamente intervendrá en la dirección de las acciones militares cuando a su juicio sea absolutamente necesario a la realización de otros fines políticos».
Tales preceptos incluidos en el texto constitucional abrieron las puertas, como a la larga ocurrió, a interpretaciones de diverso tipo sobre lo que podría ser un «fin político», ocasionaron trabas en el desempeño de las funciones y engendraron contradicciones que solo la causa mayor y sagrada de la libertad pudo amainar.
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Pese a las incongruencias mencionadas, la Constitución de Jimaguayú constituyó un paso de avance incuestionable en el empeño por dotar a la revolución de 1895 de una estructura organizativa que facilitara, no entorpeciera, la consecución de los objetivos estratégicos trazados bajo el signo de la unidad.
En lo que se considera un gran logro respecto a la aprobada en Guáimaro, el artículo final establecía que la misma regiría durante dos años, a cuyo término, de no estar ganada la guerra, se convocaría una asamblea de representantes que podría modificarla y procedería a la elección de un nuevo Consejo de Gobierno.
Con la de Jimaguayú se enriquecía igualmente la tradición de proclamar las constituciones mambisas en los campos de Cuba libre (Guáimaro en 1869 y Baraguá en 1878), para refrendar así el apego de las fuerzas patrióticas a la legalidad, el orden, la justicia, la igualdad y los derechos de los seres humanos.
Un mes después de su proclamación y en cumplimiento de una de sus principales decisiones, el Generalísimo Máximo Gómez Báez y su Lugarteniente General Antonio Maceo Grajales encabezaban la invasión a Occidente, considerada por especialistas militares el hecho de armas más audaz del siglo XIX.
En los cruentos combates, en las marchas agotadoras y en los momentos más aciagos, las fuerzas patrióticas entonaron siempre las notas del Himno Invasor, escrito en plena manigua por Enrique Loynaz del Castillo, uno de los redactores de la histórica Constitución de Jimaguayú:
¡A Las Villas valientes cubanos!
A Occidente nos manda el deber
De la Patria arrojar los tiranos
¡A la carga: a morir o vencer!



















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Melody dijo:
1
11 de noviembre de 2021
19:19:58
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