
Sobre el valor y el arrojo de cuanto hombre digno llegó hasta la Sierra Maestra, en aquellos días difíciles de la guerra, se ha dicho todo o casi todo.
Pero esos hombres que por tanto y tanto encumbramos, y que de hazaña en hazaña vamos situando en altares de historia, son ante todo, y después de todo, eso: hombres. Casi siempre sencillos, imperfectos, capaces de lo sublime y alguna vez, hasta del ridículo; llenos también de afectos… y de miedos.
Las historias de Fidel, por la hombrada de conducir la lucha hasta el triunfo definitivo, junto a tanta gente valiosa, se desgranan en cada palmo de la Sierra. Y difícilmente se omita en alguna síntesis necesaria el reencuentro de Cinco Palmas, la «reunión decisiva» en Altos de Mompié cuando fue nombrado Comandante en Jefe, o la batalla de Guisa; ni podría quedar fuera de análisis alguno su visión táctica y estratégica, su liderazgo…
Mucho se habla del Jefe; poco se habla, en cambio, del hijo, que aun en condiciones de campaña y bajo el asedio constante en aquella etapa final de la contienda, buscaba los minutos para escribirle a su madre.
«En un pequeño block de notas, dice Fidel en su volumen La contraofensiva estratégica, escribí la respuesta a la carta de mi madre, Lina Ruz, recibida la mañana del 22 de agosto. Hacía casi cuatro años que no la veía».
Querida madre:
Recibí con mucha alegría tu carta y considero una gran cosa la oportunidad de enviarte estas líneas. (…) Estoy bien de salud como nunca lo había estado y Raúl lo mismo. (…) Algún día la familia volverá a reunirse.
Muchos recuerdos a todos los buenos amigos que no menciono pero a los que siempre recuerdo y recibe tú muchos besos de tu hijo…
De las anécdotas que narrara el Che en su libro Pasajes de la Guerra Revolucionaria, es probable que nadie obvie las que ponderan lo heroico y resaltan al estratega, al guerrillero incansable. Yo me quedo, sin embargo, con aquel episodio de 1958 que evoca en Interludio, donde se muestra apenas como un hombre, al igual que cualquier otro, asustado por las balas.
«(…) Por un instante arreció el tiroteo a mi derecha y me encaminé a visitar las posiciones, pero a medio camino también empezaron por la izquierda, (…) quedé solo entre los dos extremos de los disparos.
«(…) Nuestra gente con poca experiencia, no atinó a disparar salvo alguno que otro tiro aislado y salió corriendo loma abajo. Solo, en un potrero pelado, vi cómo aparecían varios cascos de soldados. Un esbirro echó a correr ladera abajo en persecución de nuestros combatientes que se internaban en los cafetales, le disparé con la Beretta sin darle e, inmediatamente, varios fusiles me localizaron, tirándome.
«Emprendí una zigzagueante carrera llevando sobre los hombros mil balas que portaba en una tremenda cartuchera de cuero (…). Al llegar cerca del refugio de los árboles mi pistola se cayó. Mi único gesto altivo de esa mañana triste fue frenar, volver sobre mis pasos, recoger la pistola y salir corriendo, saludado, esta vez, por la pequeña polvareda que levantaban como puntillas a mi alrededor las balas de los fusiles.
«Cuando me consideré a salvo, sin saber de mis compañeros ni del resultado de la ofensiva quedé descansando, parapetado en una gran piedra, en medio del monte. El asma, piadosamente, me había dejado correr unos cuantos metros, pero se vengaba de mí y el corazón saltaba dentro del pecho. Sentí la ruptura de ramas por gente que se acercaba, ya no era posible seguir huyendo (que realmente era lo que tenía ganas de hacer), esta vez era otro compañero nuestro. (…) Su frase de consuelo fue más o menos: “no se preocupe, comandante, yo muero con usted”.
«Yo no tenía ganas de morir y sí tentaciones de recordarle algo de su madre, me parece que no lo hice. Ese día me sentí cobarde».
Y a nosotros, definitivamente, se nos hizo más cercano.



















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Miguel Angel dijo:
1
22 de marzo de 2018
04:02:05
yanet dijo:
2
22 de marzo de 2018
11:06:12
curbelo dijo:
3
22 de marzo de 2018
12:41:42
María Josefa Rivera dijo:
4
22 de marzo de 2018
12:43:44
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