SANTO DOMINGO, Sierra Maestra.–De niña, Teresa siempre quiso, por sí misma, conquistar el horizonte.
En su edad infantil, por supuesto, no era metáfora de futuro, sino la línea donde el cielo se apoyaba en la tierra.
Pero en su Cabezada natal, monte llanísimo, reverberante de un sol multiplicado en las espigas de cañas y arrozales, aquel límite lejano no la habría embelesado de no ser por las montañas azules que se empinaban al sur.
Cuando fue a estudiar a Manzanillo conoció otro horizonte, el del mar, y aunque la impresionó, lo vasto y lo plano le resultaron demasiado parecidos a sus llanuras rurales. Soñó entonces otra vez con las montañas.
Al graduarse de maestra en 1981, entre las opciones para el servicio social marcó a Bartolomé Masó, municipio serrano, y de la lista de escuelitas puso el dedo al azar sobre el primero de los nombres: Juan Domínguez. «Yo ni sabía dónde era».
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Teresa Espinosa Tamayo tiene hoy 56 años, y cuando casi todos los lunes emprende a pie los ocho kilómetros de lomas escarpadas entre Providencia y Santo Domingo, demora en llegar casi el doble de lo que hubiera tardado el primer día en que la maestra nueva, de 20 abriles, arribó al caserío 36 almanaques atrás.
«Vine por tres cursos y aún estoy aquí», se presenta.
Nadie nos condujo a ella. Fue la casualidad de una «botella» con que un viernes la libramos del enésimo retorno a pie, de Santo Domingo a Providencia.
«Vi nacer esta carretera de concreto, ideada por Fidel. Llegaba hasta el alto de Brazón cuando subí por primera vez. El resto era piedra y tierra todavía, pero apenas caminaba porque el transporte era buenísimo».
En el primer minuto desmonta el mito de lo romántico.
«Es verdad que me gustó el paisaje, pero me asustaron un poco la distancia y las alturas. Creo que si tan joven hubiera tenido que subir caminando para acá todas las semanas, no habría pasado de los tres años de servicio; pero uno nunca sabe lo que vendrá…».
Teresa se fue enamorando rápido de aquel lugar, que es una de las puertas al Parque Nacional Turquino. Ya lo estaba de su oficio, luego encontró al hombre que fuera novio y esposo, y se quedó después, yendo y viniendo todas las semanas, atada por los amores que derivaron de la escuelita en la sierra.
«Era chofer del campamento de pioneros Ramón Paz Borroto. Nos casamos, y aunque fuimos a vivir muy cerca de Masó, los días nuestros pasaban aquí en la loma. Iba y venía con él. Así vencí los duros años 90, convencida de que sin su compañía sería casi imposible seguir.
«Hace diez años murió. Fue entonces cuando entendí que a la par de su amor había crecido el otro, el de la comunidad que me acogió muchachita y me hizo suya. Ese aprecio, demostrado de muchas formas, fue el que no me dejó ir.
«Ni el transporte volvió a estar como antes ni estaba ya mi esposo, pero sentí que pertenecía aquí, y aquí seguí trabajando. Desde entonces, los lunes cojo la guagua de las seis hasta Providencia. Por lo general vengo a pie desde ahí. Los viernes es al revés, pero siempre regreso la semana siguiente».
Maestra multigrado, tiene en la misma aula niños de primero a cuarto. Ha pasado 23 años con este ciclo. Los otros 13, con pioneros de quinto y sexto.
Prefiere la historia sobre las ciencias, pero al ofrecer la clase no hay esta diferencia.
Iris Leydis, Melisa y Francis Ricardo son nombres de los infantes actuales del salón, como antes fueron los de algunos de sus padres, o «de una doctora, una enfermera, una maestra que hoy vive en Bayamo, varios campesinos de la zona, la cocinera del campamento y ahora su pequeño.
«Todos los niños de Santo Domingo quieren que yo sea su maestra. Sus padres también».
La historia de Teresa nos obligó a volver el lunes siguiente a la Sierra, por más pistas, y por la foto. Pedimos que esperara, para subirla, pero al llegar ya estaba en la primaria: «No quería llegar tarde», dijo, a modo de disculpa.
Subió a pie, como todos los lunes, y nos mostró su cuarto, la litera donde duerme, al lado de la dirección de la escuelita.
«Voy a comer al campamento de pioneros, cruzando el río, pero cuando el río crece, tengo mesa en cualquier casa. Yo soy de todas las casas».
A Teresa, que llegó con 20 años para su primer y único trabajo, le faltan cuatro calendarios para la jubilación.
«Pienso que los 60 me sorprendan aquí, digo, si no hay algún problema que me obligue a bajar; de salud, por ejemplo. La gente de Educación en el municipio me ha dicho varias veces de colocarme en Masó, cerquita de la casa…».
Pausa. Una niña de pañoleta roja la sacude de pronto, al abrazarle la cintura.
«¿Ve? Yo soy la que no ha querido irse».
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