ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Un grupo de estudiantes namibios practican deportes en áreas de la escuela Hendrik Witbooi. Foto: Archivo

Vistorina Erastus conserva el vestido de estambre tejido color rosa intenso que llevaba puesto el día de la masacre de Cassinga. De mucho lavarlo para quitarle las manchas de sangre perdió la tonalidad original y ahora parece blanco.

Lo tiene guardado en su maleta en el albergue de la Escuela Hendrik Witbooi para estudiantes namibios en la Isla de la Juventud. El vestido está roto por varias partes porque los hilos de lana se les engancharon en las ramas de los arbustos más pequeños y de otras plantas y bejucos del montecillo que le sirvió de refugio. Ya el fuego había incendiado la cabaña donde se albergaban y vieron sobrevolar el campamento cuatro aviones de guerra sudafricanos.

Del montecillo corrió, en compañía de otros niños, hacia una zanja más al fondo del bosque, ella fue de las primeras que se metió allí y se acurrucó acostada, con mucho miedo.

Muy pronto Vistorina Erastus comenzó a sentir cómo caían sobre ella otros cuerpos que serían después los que la empaparon de sangre. Las personas que estaban encima de ella, sin embargo, la iban protegiendo como un escudo, por eso está viva.

Este es solo un fragmento de su odisea. Me la contó muy serena en uno de los jardines de la escuela durante un receso.

Estaba ahora sentada en un banco, tocada con su artístico omopando (peinado) tan bello como laborioso, y vestía su uniforme escolar azul y blanco. Junto a ella había otras compañeras de estudio capaces de contar relatos semejantes, pues ellas integraban también el grupo de niños namibios que llegaron a Cuba después del infierno de Cassinga, al sur de Angola, distante 250 kilómetros de la frontera con Namibia.

El ataque de las tropas sudafricanas a aquel campamento causó más de mil muertos y centenares de heridos por efecto del bombardeo de la aviación, el ametrallamiento desde helicópteros, los gases, la artillería, los blindados y la acción directa de los paracaidistas desbordada sobre la población inerme.

Vistorina Erastus contó, además, que quedó adormecida por el efecto de los gases y que al atardecer unos soldados retiraron los cadáveres que estaban sobre ella. Explicó que el aire la reanimó, pero su primera reacción fue volver a huir hacia el bosque con otros sobrevivientes, pues entre aquellos hombres armados había blancos, y los namibios pensaron que los sudafricanos habían regresado para rematarlos a todos. Pero, los soldados de las Fapla les informaron que se trataba de cubanos que les ofrecían protección. Inmediatamente, los niños fueron trasladados hacia lugares seguros, de ahí a una escuela y de la escuela aquella a las de la Isla de la Juventud, como colaboración cubana con la SWAPO.

II
Cuando se produjo la masacre de Cassinga, tan insuficientemente divulgada en el mundo por la prensa occidental, ya funcionaba una escuelita cubana en Chibía para niños namibios refugiados en Angola.

El primer maestro cubano que tuvieron los namibios allí describe a Chibía como «un pueblito de pocas cuadras con unas estación de trenes desactivada, en la cual fue ubicada la escuela».

Estudiantes namibios en la Escuela Secundaria Básica en el Campo (Esbec) Hendrik Witbooi de la Isla de la Juventud. Foto: Archivo

Raúl Mestre Pedroso, el maestro, llegó a Chibía en los primeros meses de 1978. Le impactó ver en el piso de granito de la vieja estación ferroviaria la silueta indeleble de una figura humana, era la huella a tamaño natural del cuerpo de un revolucionario angolano que había sido quemado por los colonialistas portugueses en ese mismo lugar.

Habían precedido a Mestre allí, otros colaboradores cubanos, entre ellos un combatiente llegado de Angola en febrero de 1976: Orestes Valdivia, quien de soldado se convirtió muy pronto en un padre para los niños namibios refugiados en Angola, y su esposa, la maestra Lidia Lastra –quien lo acompañó en la misión internacionalista desde agosto de 1978-, en una madre.

Él no sabe exactamente cómo ni por qué, ni cuándo los muchachos comenzaron a llamarlo El Primo, como lo conocen todos los estudiantes namibios que vinieron a Cuba entre 1978 y 1980, año en que Valdivia, un antiguo carrero de cerveza y refrescos en Santa Clara, concluyó su misión internacionalista.

Fueron él, un grupo de albañiles angolanos y cubanos, médicos, enfermeras y funcionarios de la embajada, quienes acondicionaron, en jornadas de trabajo voluntario, la escuela, y construyeron albergues, cocina y todos los servicios y locales necesarios para que vivieran y estudiaran más de 200 niños y adolescentes. Muchos de esos alumnos tenían sus familias en Cassinga y fue en Chibía donde se enteraron de la masacre. Posteriormente se juntarían con los sobrevivientes en una nueva escuela más al norte, en Ndalatando, que también les preparó El Primo.
 
Nota: Este trabajo fue publicado en este diario el 16 de febrero de 1987.

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Francisco Fonseca perez dijo:

1

16 de febrero de 2018

07:37:20


Me gustó mucho ver los nombre de dos persona muy cubano que aún viven modestamente sin interés alguno sólo con el ejemplo de su patria cuba