Han pasado cerca de 20 años, pero los recuerdos son imborrables para mí. Cierro los ojos y revivo aquellas horas de ensayo en la casa de cultura de mi pueblo natal. Cientos de niños desfilábamos cada tarde por allí y, con mínimos recursos, se hacían cosas hermosísimas.
La crudeza de los años noventa obligaba a compartir una grabadora destartalada y, cuando los aficionados del instructor de música repasaban dos o tres veces sus canciones, entonces los de danza comenzaban su faena. De los festivales, qué decir, eran todo un acontecimiento, hasta los padres se mudaban para la institución. Aparecía un creyón por aquí, una cortina por allá y el vestido de gala de cualquiera se convertía en un traje de princesa para una obra de teatro.
Lo más hermoso de todo era la infinita sensibilidad hacia la cultura. Así eran aquellos años. Se bailaba son, guaracha, danzón y las canciones eran siempre infantiles. No recuerdo nunca que, en el preámbulo de una gala, el audio reprodujera otra música que no fuera acorde con un evento donde la inocencia era protagonista. Creo que, de cierta forma, todos los niños de esa generación crecimos con ciertos valores que nos enseñaron a sentir un apego único por lo más autóctono de nuestras raíces. El resultado final fue que aprendimos a asimilar las tendencias propias de la modernidad, reservando un espacio privilegiado a lo verdaderamente nuestro.
Sin embargo, ya esa casa de cultura que con cariño recuerdo no es igual. Su estructura está en pie, pero ya no desfilan por allí los niños con la misma frecuencia. Ya no son los festivales lo que solían ser y no existe el mismo compromiso familiar con el crecimiento cultural de sus hijos.
Las razones pudieran ser disímiles, pero creo que eso tiene relación con fenómenos propios de la actualidad, que no se manifestaban de forma tan explícita en mi niñez. Por aquel entonces, no era tan fuerte como ahora la influencia de una industria cultural corroída por intereses mercantiles, que se agazapan tras los íconos de moda. Otros peligros acechan hoy y, sin el coto oportuno, ponen en riesgo el compromiso de las nuevas generaciones con su identidad cultural.
No hay nada más hermoso que ver a un niño de tres o cuatro años bailar y cantar, con palabras entrecortadas, sonidos que aún no asimila su aparato del lenguaje, pero que salen a medias, provocando la risa de quienes le rodean.
Pero tras la risa que dejamos escapar pocas veces se esconde la reflexión de que ya el pequeño no canta barquito de papel, aunque se lo enseñan en el círculo infantil; él prefiere el último tema de reggaetón que escucha constantemente. No tiene ni idea de las palabras obscenas que repite, pero aun así, seguimos riendo sin entender lo que pasa.
Sumemos a eso que papá y mamá han decidido vestirlo a imagen y semejanza de las tendencias de la moda adulta, sin ver ni de cerca el peligro que eso entraña: el niño se convertirá en un joven, en cuyo teléfono móvil, tablet o computadora estarán ausentes valiosos géneros musicales, que pueden no estar a la moda, pero enriquecen el espíritu de cualquier ser humano.
Los guiamos hacia la superficialidad, el materialismo y las actitudes banales y lo hacemos sin malas intenciones, pero les negamos la posibilidad de conocer un amplio espectro de manifestaciones culturales, que desarrollen en ellos la sensibilidad necesaria para escoger por sí mismos lo que prefieren y no lo que la moda y el mercado imponen.
No es fácil contrarrestar influencias foráneas de deculturación. Se necesita un alto nivel de creatividad, de compromiso del que, siendo sinceros, muchas veces carecemos y el resultado final es la reproducción de los mismos patrones y cánones que queremos enfrentar.
Volviendo a mi niñez, recuerdo programas como Arcoiris musical, con sus inmortales Alegrina y Tristolino. Ese espacio televisivo dio a la música infantil una connotación única. Rescató temas antológicos como los de la inmortal Teresita Fernández e, incluso, les abrió las puertas a talentosos niños que hoy son reconocidas voces de la música cubana.
Un poco más cerca en el tiempo está La sombrilla amarilla, un dramatizado que divulgaba valores excepcionales a través de algo tan hermoso como la amistad y donde la música devino componente indispensable, en función del argumento de cada capítulo.
Lamentablemente, ya esos espacios no abundan en nuestros medios, como tampoco lo hacen las producciones musicales dedicadas a los infantes. Aquí aparece entonces la pregunta de muchos padres, «quisiera que mi hijo escuche música infantil pero, ¿cómo me las arreglo para conseguirla?». Esa, puede resultar una tarea titánica, sobre todo si tenemos en cuenta que, en los puntos destinados a la copia de materiales digitales, hay mucha música infantil, pero casi ninguna es cubana.
Es admirable el trabajo desarrollado en este sentido por artistas como Lidis Lamorú, Liuba María Hevia, ese maravilloso proyecto llamado La Colmenita y otros, que han apostado por el rescate de estas tradiciones, pero no siempre su obra se difunde lo necesario como para que llegue a todo el país.
Aunque la música ha servido de hilo conductor a estas palabras, la realidad que se esconde tras ellas va mucho más allá. Estamos hablando y, entiéndase así en última instancia, de la supervivencia intergeneracional de nuestra identidad cultural.
Basta de temerle al «paquete» por los contenidos que en él se difunden. Hoy el pueblo cubano, y sobre todo los niños y jóvenes, «nativos digitales», tienen un considerable nivel de acceso a contenidos que nada tienen que ver con nuestra ideología y valores elementales. No obstante, la producción y reproducción de esos contenidos es imparable en la era de Internet y seguirá creciendo, en la medida en que se perfeccione la infraestructura que garantiza la accesibilidad a la autopista de la información.
El problema no está en que reciban ese tipo de influencia, sino en que estén preparados para enfrentarla. Pero ese escudo hay que crearlo desde las primeras edades, después, difícilmente podrá consolidarse.
Nuestro mayor reto consiste en elevar la calidad de las producciones en todas las manifestaciones y en la difusión de aquellas que por su alto valor estético así lo merezcan. Es duro reconocerlo, pero la globalización neoliberal ha atacado algo más que la economía y la estabilidad política de las naciones: ha apostado también por destruir su cultura.
Cuba tiene las herramientas para enfrentar ese ataque constante; sobre todo, por la herencia cultural de que disponemos, pero bajar la guardia implicaría perder la batalla. Aún estamos a tiempo, pero no lo estaremos para siempre.
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