
Como en tantas otras ocasiones en que cubría la ruta entre Lubango y Jamba (ciudades sureñas angolanas ubicadas en la línea estratégica que defendían las tropas cubanas), el convoy parecía no querer llegar a su destino ante las continuas paradas, las roturas imprevistas y las medidas de protección puestas en práctica para evitar sorpresas innecesarias.
Cargado de armamento, parque de diferentes calibres, materiales de construcción y alimentos para una buena temporada, el tren completaba su estructura con varios vagones atestados hasta los estribos de angolanos, habituados ya a una permanente migración de un punto a otro del país en busca de una mínima seguridad para ellos y sus familias.
Aunque acostumbrados al peligro, ni cubanos ni angolanos pudieron imaginarse el lugar escogido esta vez por el enemigo para asestarles el golpe traicionero. Apenas vencidos los límites del poblado de Dongo, uno de los puntos intermedios del itinerario, esperaban al convoy 11 minas antitanques perfectamente enmascaradas por los bandidos de la UNITA a lo largo de la línea férrea.
Al pasar los primeros vagones explotó la carga iniciadora y quiso la casualidad que no le siguieran las minas dispuestas en serie por estar partido el cable que las unía. Pero ya parte del mal estaba hecho: la detonación del artefacto hizo que muchos se lanzaran del tren en desbandada, sirviendo de blanco fácil a la fusilería fantoche.
Un joven cayó de bruces sobre los raíles y, sin tiempo para reaccionar, su pierna derecha quedó mutilada por una de las ruedas del tren. Transcurrieron entonces segundos de agonía e incertidumbre. Por un lado, el fuego enemigo impedía cualquier movimiento y, por otro, estaba latente la decisión generalizada de no dejarlo abandonado en esas condiciones.
Fue el propio médico del convoy quien encaró el desafío: atravesó zigzagueando el tramo de vía minado hasta alcanzar el cuerpo sudoroso y ensangrentado del angolano, le prestó los primeros auxilios y lo trajo a rastras de vuelta a los suyos.
Ya en sitio seguro, sintió que el corazón quería salírsele del pecho. En segundos expuso su vida con una naturalidad tal, que parecía habituado a situaciones límites como la que acababa de enfrentar. Lejos de creerse el “guapo de la película”, prefirió tomarlo con la sencillez de quien, simplemente, cumplió con su deber.
***
Quien conociera al teniente Silvio Raúl Sacerio Rodríguez en aquellas circunstancias ni remotamente podía imaginarse que tenía delante a un profesional de la Medicina. Su rostro campechano, la gorra encajada más allá de lo normal y el fusil terciado sobre el pecho, no permitían diferenciarlo entre el resto de los combatientes.
Coincidían una vez más en la misma persona el médico y el soldado. Feliz simbiosis que tuvo su paradigma en el argentino que escaló un día la Sierra Maestra, aquel a quien la vida lo puso también ante la disyuntiva de escoger entre el maletín cargado de instrumental y medicamentos y el fusil de combate.
—Esta ha sido mi verdadera graduación—, acostumbraba a decir, al referirse a los dos años de experiencias inigualables en la tierra angolana, momentos que superaron en emociones y pruebas de toda índole a la etapa que para él se inició el 22 de julio de 1981 cuando recibió, entre tímido y sorprendido, el título de galeno.
Si bien en su hoja de servicios sobresalían los méritos en el desempeño de las funciones como jefe del puesto médico de la brigada de tanques de Jamba, amplio espacio ocupaban también las horas dedicadas a la atención de la población angolana en los hospitales civiles de la localidad.
Más de 2 000 pacientes recibieron sus diagnósticos, siempre acompañados de una sensibilidad extrema hacia los problemas de aquel sufrido pueblo, actitud que le mereció, en más de una ocasión, el reconocimiento de las autoridades del territorio.
Por mucho que pase el tiempo jamás podrá olvidar los momentos de tensión vividos para poder extraerle el fragmento de una mina alojado en el cuello de un jovencito de 15 años. O la noche en que, a la luz de un farol chino defectuoso, le hizo una cesárea a una madre angolana que no podía parir y tenía el feto muerto en el vientre.
Ambas intervenciones, para satisfacción del teniente Sacerio, culminaron con el éxito. Era el premio a la consagración y sentido humanista de este joven médico, cuyas manos, ágiles y seguras, realizaron en ese periodo 27 operaciones a civiles angolanos lesionados por minas antipersonales.
Cada vivencia fue para él parte importante de una aventura irrepetible. Cada anécdota recogida con el paso de los días se insertó con toda su carga emocional en una secuencia inolvidable de hechos que marcaron para siempre su trayectoria profesional.
Quienes lo conocieron, quienes juntos compartieron las buenas y las malas, saben que existía algo superior, imposible de encerrar en el metal de una medalla, que era capaz de colmarlo de satisfacción. Su rostro cobraba un brillo particular y el corazón aceleraba su ritmo habitual cada vez que sentía la mano cálida de un joven angolano que, como otros tantos, le recordaba a menudo:
—Gracias, camarada. Nunca olvidaré que “vocé” me salvó la vida…
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