Hace algunos días conocí a un joven escritor. Un muchacho lleno de sueños que alterna la literatura con la dirección teatral. Coincidimos durante la jornada de equiparación de oportunidades, celebrada recientemente por la Asociación Cubana de Limitados Físico Motores (Aclifim).
Por empatías generacionales o debido a las semejanzas entre nuestras profesiones el diálogo fluyó, dando vida a una historia que sin dudas me resulta singular. No solo por su quehacer literario o escénico, sino por la entrega total a la obra, por su ingente fuerza de voluntad y, sobre todo, por su carga humana.
Y aunque no hubiese querido contarles (al menos hasta el final) para no influir, si pudiera, en los disímiles puntos de vista que suscitarán sus vivencias, es evidente que todo se vuelve más interesante cuando hablamos de un muchacho de Jiguaní, perteneciente a la provincia de Granma, que desde muy pequeño debió aceptar las limitaciones derivadas de una parálisis cerebral.
Porque Héctor Luis Leyva Cedeño tiene una discapacidad motora severa, que lo obliga a depender de una silla de ruedas para realizar cualquier movimiento, unido a afecciones de control muscular. Pero tales condiciones no le han restado entusiasmo, tan solo han empinado un poco más la cuesta, que de cualquier forma subiría.
Manos amigas le han ayudado a escribir cuentos infantiles, a crear, desde hace cuatro años, una colmenita jiguanicera, cuyos detalles, de a poco, mi entrevistado va revelando.
“Entre los recuerdos más gratos figuran los años vividos en la escuela Solidaridad con Panamá, que es una fragua de hombres integrados totalmente a la sociedad, desde todas las aristas: humana, espiritual y formativa.
“Allí se desmienten muchos mitos sobre la educación especial, catalogada por no pocos como menos rigurosa. Solidaridad es un micromundo abierto a la comunidad, donde los niños interactúan. Puedes verlos en el Acuario o en Bellas Artes, y esas experiencias los nutren para cuando lleguen a sus provincias. Quizá ese lugar no esté preparado aún para recibirlos; pero ellos sí lo están para enfrentar la vida. Porque el mundo también es nuestro y hay que tomarlo por asalto, asumiendo las diferencias”.
Ser partícipe de ese movimiento cultural que se desarrollaba dentro de la escuela le dio a Héctor Luis una de sus mayores satisfacciones: ser miembro de la compañía de teatro infantil La Colmenita, “que es también un crisol, más que de artistas, de seres humanos”. Y de ahí nació, tal vez, su predilección por las artes escénicas.
“Muchas personas conocen el personaje del gallo en la Cucarachita Martina, porque es el resultado final. Sin embargo, prefiero ahondar en los procesos que se dieron detrás del telón, cuando caían las cortinas o antes de que estas se elevaran.
“Ese contacto entre dos grupos de niños totalmente iguales dentro de la diferencia era maravilloso. Ellos nos enseñaban nociones de teatro, nos guiaban en el escenario, y nosotros, en cambio, los dejábamos montar en nuestras sillas de ruedas. Pero solo allí. Porque fuera las sillas tienen un estigma. Los adultos no dejan que los niños las usen porque les puede traer mala suerte. Sin embargo, en el escenario podían convertirse en naves espaciales o barcos piratas, y era muy divertido. Nunca he dejado de sentirme un colmenero”.
Luego sobrevendría, a juicio de Héctor, una etapa muy difícil. Ingresar en la escuela de instructores de arte Cacique Hatuey, de Bayamo, fue un choque bastante brusco, máxime cuando ese alumno, con una discapacidad severa, intentaba (y lo logró) estudiar teatro, que es el arte del movimiento en escena.
También fue muy complicado para los profesores —rememora— porque no sabían cómo iban a impartir las materias, e incluso no estaban seguros de si podía asumir la carrera a nivel físico e intelectual.
Entonces debió sobreponerse, demostrar que sí era posible, convivir en una beca sin condiciones para estudiantes discapacitados… Y al cabo de cuatro años, vencer las pruebas y graduarse.
Y nunca olvida a aquel profesor que un día le dijo: “el buen director de teatro no tiene que pararse de la silla para lograr lo que desea de sus actores”, sin imaginar, quizá, que esa era la lección más importante que recibiría, en su empeño por convertirse en un profesional de las artes escénicas.
Al egresar de la escuela Cacique Hatuey, crea la colmenita jiguanicera, de la cual es director. “Ello fue una petición de ese gran ser humano que es Carlos Alberto Cremata y ya llevamos cuatro años de trabajo, con un repertorio amplio que incluye obras de Dora Alonso, Onelio Jorge Cardoso, Samuel Feijóo, Nersys Felipe”, comenta.
“Hubo miedos iniciales, pues no sabía cómo iban a reaccionar los niños ante un profesor discapacitado; pero la experiencia ha sido genial. Si yo pudiera ponerme de pie y demostrarles cómo hacer determinada actividad, solo me imitarían. En mis clases logro, a través de las palabras, explotar toda la creatividad de los muchachos. Además, afloran en ellos muchas cosas buenas, sentimientos de solidaridad y respeto”, afirma con una pequeña sonrisa de satisfacción.
Poco más de 15 infantes, de entre seis y 14 años de edad, conforman la filial colmenera, autodenominada Con luz propia. Sus escenarios preferidos son aquellos dispuestos en comunidades rurales de difícil acceso, porque según Leyva Cedeño, “hay muchas colmenitas para los grandes teatros, pero no abundan los ‘grupos de guerrilla’”.
“Además, ese es el público más agradecido. Cuando terminamos las presentaciones nos tomamos una caldosa, nos bañamos en el río, los niños del grupo juegan a la pelota con los de la comunidad… Esa mezcla es casi más interesante que la propia actuación”, subraya.
También los padres, insiste, apoyan nuestro desempeño. Hacen el vestuario, la escenografía, y en especial, apuestan por este proceso que enriquece y divierte a sus hijos. Porque somos los adultos quienes estamos interesados en que salga un espectáculo. Los niños solo quieren jugar.
Aún no hemos conversado sobre la literatura, le recuerdo. “Ese es un amor ‘viejo’ que comencé a cultivar en la escuela Solidaridad con Panamá. Cuentos feos es mi primer libro y se publicó en el 2009. Aborda, en ocho historias ocurrentes, el tema de la diferencia y la discriminación, pero desde otros códigos. Se vale del vocabulario y los personajes propios de los cuentos infantiles y en ningún momento hace alusión a sillas de rueda o discapacidad. Eso sería autolimitarnos”, aduce.
—¿Y por qué ese título?
—Cuentos feos es un gancho, un recurso para incentivar la curiosidad. La historia que le da nombre al libro habla sobre un lugar donde la norma era ser muy feo. De ese modo invierto la realidad en aras de jugar con las situaciones y transmitir una moraleja sin adscribirnos a patrones didácticos.
Para mayor satisfacción, este volumen mereció el reconocimiento La Puerta de papel, otorgado por el Instituto Cubano del Libro a las publicaciones provinciales que sobresalen por su calidad, diseño y edición.
Por estos días anda inmerso en un proyecto que prevé titular Los pies prestados, cual homenaje a las personas que le han ayudado a cumplir sus sueños. Y probablemente también se trate de cuentos cómicos porque, en palabras de Héctor Luis Leyva, escribe para divertirse y lo que no le provoque una sonrisa lo desecha. A fin de cuentas dedica su obra al público más sincero que existe.
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fronseca dijo:
1
26 de diciembre de 2014
03:24:24
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