¡Oye, deja esa cantaleta! Y salió como bola por tronera, sin tornar la vista atrás, mientras quienes presenciaron la escena cruzaron miradas de incomprensión al sentir el irrespeto de aquel mozalbete cuando rechazó la advertencia de su madre.
Sin levantar una cuarta del piso ya obviaba con desdén el consejo de su progenitora, una mujer divorciada, de bajo salario, que a fuerza de trabajar muy duro cubre las necesidades esenciales de la casa y sus dos hijos, curtida en el bregar del día a día, que saca de donde no hay, pues a esos niños no les falta su uniforme limpio y planchadito para iniciar la escuela cada lunes, ni un sencillo desayuno al amanecer.
Ella se bate sola, simultaneando los papeles de madre y padre, este último personaje, un aparecido por el hogar de pascuas a San Juan, porque decidió también aplicarles la cláusula de separación de bienes a sus retoños.
Esa mujer no merece que la traten así, es la frase que más les escucho a los moradores de la cuadra. Ya uno de los muchachos entró en la secundaria básica y cree tener credencial para desentenderse no solo de cuanto le dicen en el hogar, sino que esa conducta irreverente la traslada al aula, acentuada en su poca concentración en las clases y una manifiesta indisciplina.
El tema que desató la ira del jovenzuelo fue la insistente llamada de atención de una de sus profesoras, quien le reclamó en reiteradas ocasiones la presencia de su madre en el centro de estudios para hablarle sobre la pésima conducta del estudiante.
Tardó días en hacerle llegar la citación, esquivó cada mañana el reclamo de la maestra, ora con un pretexto, ora aludiendo una supuesta enfermedad de él o de su propia mamá; mientras se le fue cerrando el cuadro y solo le quedó la alternativa de enfrentar los hechos.
Fue una conversación más que una reprimenda. La profesora —con elementos del asunto tejidos poco a poco— constató la naturaleza noble y honesta de aquella mujer de pocos estudios sentada frente a ella, de la que quizás por sus arrugas en la frente y su apenada mirada, obtuvo el retrato fiel de un caso sobre el cual la Escuela —en aras de ayudar con mejores herramientas— debía ampliar la información acerca del entorno de ese adolescente, urgido de rectificar para evitarle un inminente descalabro en su vida.
No correspondía solamente in-formarle a la madre-padre sobre la precaria situación de su hijo en el centro. Tampoco bastaba hacerle firmar un papel donde quedara en blanco y negro que ya ella era consciente de los desafueros y las molestias causados por su descendiente.
Lo primordial era unir voluntades, acortar el camino entre la casa y la escuela para establecer un diálogo que volteara hacia el lado opuesto esa conducta rebelde, porque en su niñez no bastaron los muchos y denodados esfuerzos de la madre para guiarlo, sino porque igualmente estuvo omisa la voz del padre que contribuyera a compartir esa responsabilidad, no solo de la crianza, sino de aconsejar, explicar, exigir; también observar con quiénes se reúnen nuestros hijos y por qué no le dedican mayor tiempo al estudio.
Desatención a las clases, faltas de respeto, desconcentración, indisciplina. Cuando el mal ya cuajó, entonces entra en juego la medicina curativa, en lugar de aplicar a tiempo la medicina preventiva. Llegado el momento en que la desidia cala en lo profundo del cuerpo, entonces recriminar es el camino expedito para evadir las responsabilidades. Quizás en ese instante ya sea tarde para lograr el cambio.
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