No le tengo miedo a los pinchazos. Aunque, en general, fui una niña bastante saludable, hubo una época en que tuve tantas veces amigdalitis, que me hice amiga de una cotorra que vivía en una casa camino al hospital, y fui célebre entre el personal de enfermería: sola me acomodaba y me bajaba el short para que me inyectaran la penicilina. Unas vacunas para la alergia acabaron con aquella saga.
Después, fueron pinchazos aislados, los de rutina: vacunas, algún análisis. Ya en los embarazos se volvieron otra vez cotidianos, en la captación, cada trimestre, antes y después del parto; sobre todo en mi caso, que soy RH negativo. Cada aguja simbolizaba una certeza más del bienestar de mis bebés, la tranquilidad.
Tengo, además, un récord bizarro. Durante un ingreso por una mastitis, me pincharon siete veces seguidas. Mis venas son tan finas y el antibiótico muy fuerte las tenía tan maltrechas, que las enfermeras lo intentaron en cinco ocasiones sin éxito antes de mandarme al salón, donde una anestesista de experiencia trató dos veces más antes de lograrlo. Aquel episodio traumatizó a mis compañeras de sala; y a mí me curó para siempre cualquier resquemor con las agujas. Luego de eso, siempre advierto que para extraerme sangre o canalizarme una vía deben llamar a quien tenga la mayor experiencia, nunca me hacen caso y buena parte de las veces me pinchan doble.
Por todo eso y otras razones, recibí el pinchazo de ayer como a un buen encuentro largo tiempo esperado. Abdala llega a mí y a las mujeres que me rodean, unas embarazadas, otras que damos de lactar. La vida simbolizada en más de una manera.
Sería hipócrita alegrarme por este privilegio y no reconocer que se lo debo a la Revolución (esa palabra profundamente amorosa), a Fidel, que apostó por el polo científico contra todos los sentidos comunes, a las mujeres y hombres que crearon esta vacuna, a Cuba y sus miles de cotidianidades.
Se nace a la maternidad y no hay lugar seguro si nuestros hijos no están incluidos. Mientras Amalia y Abel no se inmunicen, o la enfermedad desaparezca, aún me perseguirá la zozobra. Pero este es un paso más en nuestra seguridad familiar; confío también en que a mi leche lleguen los anticuerpos contra la COVID.
Desde la silla en que espero pienso en la palabra madre, amor, Patria... en aquel poema vibrante de Martí, y me conmueve esa bandera rojinegra que veo justo en frente, en la pared de esta escuela convertida en vacunatorio, tan llena de salud y de promesas (las de 1953, las de hoy).






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