Me causa ansiedad salir de casa, por más que lo desee. Soy un poco entretenida en lo que a ciertas cosas prácticas respecta; paso trabajo para coordinar tantos pasos inviolables: a veces ya estoy fuera con los zapatos puestos y advierto que se me quedó el nasobuco; o me lo pongo, todavía no he terminado de preparar la mochila, y recorro la casa medio ahogada.
No puedo evitar las consultas médicas y voy a ellas con temor, por el embarazo, por mi hija aún bebé, porque a pesar de mascarillas, gel alcohólico, pelo cubierto… percibo la amenaza perenne del virus en cada cosa que toco, en cada persona que se me acerca.
Ya en el consultorio me acomodo lo más alejada que puedo de las otras pacientes. Es lunes, día de atención a embarazadas (está escrito en un cartel que se exhibe afuera, y toda la comunidad lo sabe), no somos muchas, pero la gente sigue llegando a hacerle «pregunticas» a la doctora, preguntas que pudiesen esperar a mañana, que yo no iría a hacer tal y como están las cosas; vienen a pedir recetas de medicamentos que no son urgentes, a saber si ya abrió tal consulta, y hasta a conversar.
Cuando la doctora o la enfermera los ven, ya entraron hasta lo último del consultorio. Ellas les dicen que es «día de embarazadas», que nosotras somos muy vulnerables, que por favor salgan, que vuelvan mañana, que se cubran bien la nariz... pero tienen que ser muy cuidadosas, porque a sus intentos de imponer la disciplina muchas veces se responde con acusaciones de maltrato.
Alguno hasta viene a decir que tiene catarro, que si no será coronavirus, y las embarazadas nos replegamos aún más en nuestros asientos y, como en una coreografía ensayada, sacamos a la vez el pomito de gel.
Salgo del consultorio agotada: estresa vigilar al ginecobstetra para cerciorarme de si se lava las manos antes de tocarme, analizar cómo me trepo en la camilla tratando de hacer contacto con la menor superficie posible, recordar no llevarme las manos a los espejuelos, no rascarme la nariz, no tocar la mesa, no, no, no...
Entonces decido pasar a comprar mis medicamentos, suspiro aliviada porque no hay clientes y una soguita me impide acercarme a metro y medio de la farmacéutica. Casi debo estirarme como Elasti-Girl para darle el dinero y recoger las medicinas, pero lo agradezco.
Ya en la puerta de la farmacia veo una cola demencial en el Ditú de la esquina; no sacaron pollo, ni detergente, ni aceite, ni siquiera papel sanitario, están vendiendo refresco gaseado y por refresco gaseado yo no me arriesgo ni un poco.
Casi voy a salir cuando debo frenar en seco para que una mujer que viene corriendo, ya con sus pomos de refresco en el bolso, no me atropelle. Ella se dispone a cruzar la calle hacia otra tienda que está al frente; otras dos la siguen y le gritan:
-Oye, Lola, ¿qué van a sacar allá al frente?
Lola no lo piensa. Sin dejar de correr como posesa, les responde:
- No sé, lo que sea lo compro.
Yo vuelvo a casa rápido, mientras repaso mentalmente que tengo que quitarme los zapatos en la alfombra de la puerta, no tocar nada hasta no lavarme las manos, echar toda la ropa en el cesto, desinfectar las llaves y hasta los espejuelos... no vaya a ser que, sin querer, haya traído conmigo «lo que sea».






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Mario Alomá dijo:
1
12 de septiembre de 2020
10:52:15
Tanía Gonzalez dijo:
2
13 de septiembre de 2020
21:57:38
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