«Dos patrias tengo yo…»
José Martí
Pertenezco a esas familias cubanas en las cuales apenas hay algún miembro que haya elegido vivir fuera del país; en mi caso, solamente dos: un primo muy próximo y otro más lejano. Como a mi esposa le sucede lo mismo, la balanza entre el adentro y el afuera no desgarra del mismo modo que a tantos otros, con tanta intensidad, causando tal vacío cuando no hay respuestas.
Palabras o hechos que para otros significan angustia y obligan a buscar comunicación urgente, son asuntos que manejamos con más calma y, a veces, simples temas de conversación. A la misma vez, sin embargo, nuestra vida está llena de todos aquellos amigos, vecinos, amores, colegas y gente con quienes hemos compartido que ya no están en el país.
La ausencia física genera memoria y es así que allí habitan –en una especie de gradación– personas que nos son muy próximas y a quienes amamos, otros a los cuales queremos y extrañamos, los otros de quienes guardamos buenos recuerdos y unos más que solo permanecen en ese espacio mental.
Quisiera disponer de una palabra con la cual resumir el aluvión de preocupaciones que sacuden mi mente en estos días, pero creo que tal palabra no está en idioma alguno, porque es una mezcla en la que colisionan términos como violencia, facilidad de contagio, secuelas posibles, rastro de dolor, miedo, protección, desvalimiento, alejamiento, lejanía.
El diccionario entero parece hervir. Agradezco a los centenares de miles de médicos, enfermeros y otro personal de Salud que –a lo largo de todo el planeta y las 24 horas del día– están luchando contra la actual pandemia de coronavirus.
Sé que hay miles de investigadores y científicos, las mentes más poderosas, intentando encontrar vacunas o tratamientos que permitan enfrentar la covid-19.
Todas las noches, a las nueve en punto, salgo al portal y, en un aplauso que recorre el país, agradezco al personal de salud de los hospitales cubanos su empeño. Me emocionan y conmueven los reportajes televisivos en que aparecen pacientes recuperados de la covid-19, gente que ha pasado días en salas de terapia intensiva, que ha estado al borde de la muerte, que ha vivido angustias y ansiedades que yo ni siquiera sospecho.
Celebro a los médicos, lo repito, regreso a la sala y entonces, una frase cualquiera, una imagen, un segundo con los ojos cerrados, me lleva hasta la pregunta por todos aquellos acerca de quienes no sé, mis amigos o simples conocidos que andan por el mundo: ¿Qué es de ellos? ¿Cómo pasan este momento tan difícil, complejo y duro?
Desde comienzos de año, a medida que se fue intensificando la cantidad de personas infectadas con el nuevo virus, al igual que el número de países con presencia de la enfermedad, la humanidad entera parece estar recibiendo el contenido de una asignatura nueva («tratamiento de pandemias») en una inesperada e inédita escuela global. Día por día, al ritmo de noticias nuevas, adquirimos conocimientos sobre vacunas, medicamentos, protocolos, tratamientos, secuelas, lugares geográficos y otros mil aspectos técnicos; día por día somos interpelados por un abanico de pronunciamientos y discursos de líderes sociales, políticos y expertos de los más diversos campos dedicados al análisis de los acontecimientos.
Según esto, en los sucesos que a diario escuchamos o presenciamos, estamos aprendiendo lo que nos transmiten grandes lecciones de sacrificio y solidaridad hasta lamentables ejemplos de egoísmo, manipulaciones perversas y pasividad criminal.
Una pandemia global es el tipo de evento en la esfera de la salud que se convierte en amenaza inmediata por su velocidad de incremento en cuanto al número de personas infectadas, la capacidad de daño al organismo humano, que demuestra la enfermedad, y su potencial de destrucción para la economía y, en general, estructuras de vida del territorio, donde se expande.
La pandemia unifica lo que sucede en el momento presente en términos de espacio (¿hasta dónde se extiende?) y de tiempo (¿hasta cuándo durará?), pero también obliga a mirar en dirección al futuro: ¿cuáles pueden ser las consecuencias?
Hablo de espacio y tiempo, pienso sobre personas que no están en el país donde nacieron, imagino que anden por el mundo también inquietos, angustiados, preocupados, ansiosos, deseosos de hallar respuesta a las mismas preguntas: «¿hasta dónde se extiende?», «¿hasta cuándo durará?», «¿cuáles pueden ser las consecuencias?».
Una pandemia viene acompañada de sufrimiento y la posibilidad de muerte es una suerte de límite que nos impone; una realidad que no podemos dejar de ver y resulta más fuerte que cualquier discurso. Los hospitales necesitan los más diversos medios de protección, así como respiradores artificiales y medicinas para los enfermos ingresados.
La obligatoriedad de una reclusión doméstica duradera implica la disminución de actividades productivas, de servicios y comerciales; es decir, un trastorno para el funcionamiento de la economía, la sociedad y la vida de cualquier país.
Aunque todavía no puede ser cuantificado, es lógico imaginar que dicho trastorno va a significar una contracción. En este contexto, la contemplación pasiva del dolor, la enfermedad, la muerte y, en general, el daño deteriora la calidad humana de quien, carente de empatía, no hace otra cosa que observar en silencio. ¿Cuál es su responsabilidad con los que pueden enfermarse y sufrir o morir incluso?
En tiempos como los presentes lo primero, principal y casi único es el esfuerzo y la solidaridad; porque cuando hay peligro para la vida cualquier otra actitud es frívola, egoísta o simplemente malvada. Una pandemia no discrimina en cuanto a edades, sexos, niveles culturales, lealtades políticas, etc. Las personas se infectan, necesitan cuidados médicos y eso es todo. Lo digo con tanta brevedad porque los imperativos de una pandemia son la contribución, el alivio, la ayuda. Diálogo, concertación, colaboración, desprendimiento, son palabras que bullen en mi cabeza y que desearía sentir rebotando. En todas las cabezas.
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Vilma dijo:
1
23 de abril de 2020
15:31:32
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